Paso del fuego: Noche de San Juan
Paso del fuego: Noche
de San Juan
Una rama por la hoguera
o por el paso del fuego.
Otra por la caballada
urgencia de vida y celo.
Y la tercera soy yo
como Móndida del pueblo.
Son las vestales sagradas
que al Astro Rey ofrecían
de San Juan en la alborada
lo mejor que poseían.
Enjaezadas las bridas
y los bicornios calados
se ronda por las murallas
en remedo del pasado.
Hoy,
queríamos contemplarlo así: sin el murmullo de la marabunta, sin el sonido
chisporroteante de los 2.000 kilogramos de troncos de roble que los horguneros
preparan para que en la noche del 23 de Junio ardan durante tres horas y formen
ese rojo manto de candentes brasas de roble, formando una alfombra de fuego
de siete metros,-por un metro de anchura y un grosor en torno a los veinte
centímetros-, por donde los pasadores cruzarán con paso firme y llegar al otro
extremo en cinco u ocho zancadas y tocar la gloria. Queríamos contemplarlo sin
móndidas, sin sonidos de trompeta, sin los ritos ancestrales, sin la catarsis buscada
de una fiesta bulliciosa con música, baile y participación. Deseábamos
contemplarlas solitarios y en silencio y lo hemos conseguido.
Deseábamos
estar solos para imaginar cómo comenzaban a llenarse con más de tres mil
personas las gradas del anfiteatro de la ermita de la Virgen de la Peña y presenciar el tradicional paso
del fuego, rito mágico del Solsticio de verano, de la noche más corta del año,
de un culto recordatorio significativo de Juan el Bautista, de un calendario
festivo, de un fuego que purifica, de agua que cura y renueva, de hierbas
salutíferas, pronósticos y adivinaciones. Noche para soñar, desear... y dormir
sólo cuando apunte el alba.
Allí,
sentados frente a la puerta de la ermita, nos ha iluminado el librito “La
estación de amor. Fiestas populares de mayo a San Juan”, Julio
Caro Baroja (1914-1995), para decirnos que esta celebración está datada en los orígenes
perdidos en la nebulosa de los tiempos y adaptada, a su manera, por los sampedranos
para reproducir punto por punto lo que hacían los Hirpi Sorani hace dos mil y
pico años. ¿Y qué hacían esos habitadores del monte Soracte, en la Etruria, al
lado del santuario de la diosa Feronia? Andar con los pies desnudos sobre las
brasas. Sin quemarse, naturalmente.
Allí,
sentados frente a poniente, nuestros ojos quedaron fijos tratando de inspeccionar
la mancha dejada por la prodigiosa alfombra de brasas luminarias y cuya ceniza
barrieron los aires heladores de estas tierras altas. Allí, impresionados, hemos
recordado la preparación sabia y cuidadosa de esa alfombra braseada, pensando que son más
de 2.000 años los que contemplan su hazaña. Hemos querido entender por qué lo
importante es pisar con decisión, por qué algunos cargan sobre sus espaldas a
otra persona, con cuyo peso añadido logra, he ahí el secreto, constituir que el
pie al posarse elimine el oxígeno de las brasas, no haya combustión y no abrase.
Allí sentados hemos soñado pasar la hoguera. Soñado así parece fácil. Pero,
mejor respeten los viajeros las milenarias tradiciones y no se metan en camisa
de once varas y salir mal malparados. El intento fue un intento soñado y,
además, el sueño nos indicó que era prácticamente imposible dejar pasar a
alguien ajeno a la vecindad por aquello de “sampedrano es sampedrano”. Allí
sentados recordamos que el año que asistimos a la fiesta, falla la memoria de
La Medusa pero bien pudo ser en la
primera mitad de los setenta, sólo hay un recuerdo: nos impresionó ver, lo
llamaban así, como Alejandro “Chichorrillas”, con demasiados años a sus
espaldas, portaba sobre ellas a una de las móndidas.
La tradición
comenzó en la medianoche con la llegada de la tres móndidas. Nos pareció todo
de un ritual subido, un ritual iniciático para lograr la inmortalidad a través
de la hoguera purificadora y una celebración ancestral. Ellas, tres jóvenes
sampedranas elegidas por sorteo entre las mozas casaderas, vestidas de blanco y
con un extraño cesto en la cabeza con flores de pan y largas varitas de harina
y azafrán (arbujuelo), presidieron el
fuego rememorando, según algunos estudiosos, la abolición del tributo de las
cien doncellas tras la derrota musulmana durante el reinado del rey astur
Mauregato, y para otros la encarnación de las antiguas sacerdotisas celtíberas.
Allí sentados,
eran las nueve de la noche, vimos encender la hoguera, compactar la alfombra y apalear la leña quemada durante dos
horas con una vara verde de chopo con el fin de que las ascuas quedasen
diminutas, alisar los carbones y, finalmente, previo examen del terreno, comprobar la no existencia de piedras u
objetos metálicos que pudiesen provocar
algún accidente a los pasadores.
Un toque seco
de trompeta anunció que la mágica celebración comenzaba. Las gradas ya estaban abarrotadas
y, después de que los pasadores bailaran
en torno al fuego, a modo de conjuro, para desafiar y no a una hoguera
cualquiera, comenzó el rito. Pasaron la hoguera, cuatro segundos bastaron, se
pagó el tributo, las promesas fueron cumplidas y no hubo más.
Al volver,
ya en el día de San Juan, las cuartetas todavía resonaban y resuenan en nuestros
oídos.
Del
año sesenta y uno
móndida
soy sampedrana.
Todos
conocéis mi nombre,
vuestro
pueblo es mi Patria,
mi
virgen la de la Peña,
mi
raza, vuestra raza.
Pero
no, no soy Manoli
en
esta blanca mañana.
Hoy
soy más, mucho más.
Soy
móndida, estoy ufana.
Soy
canción y poesía,
me siento
historia y hazaña.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©
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