¡Por favor, que la mantelería sea blanca y mullida!
¡Por favor, que la mantelería sea blanca y mullida!
Si un día
escribí que deseaba que el
albornoz fuese de algodón blanco cuando empezasen a caer los primeros
copos de nieve, hoy desearía ver cumplido el deseo de sentarme junto a mis amigos, los de siempre, aquellos
que todavía quedamos y fuimos compañeros de escuela de la tía Macaria, de doña
Eugenia y de don Emiliano. Sentarnos en el comedor del balneario, de nuestro
balneario, de ese balneario pronto a reabrir sus puertas, en derredor de una
mesa vestida con elegancia en la que la mantelería fuese blanca y mullida, colgando
hasta el suelo para arropar las esquinas redondeadas de sus mesas. Que las
servilletas fuesen de dos cuartas sobre la vajilla art déco y, no pidiendo
demasiado, que los cubiertos tuviesen la solidez de plata maciza acompañando a
la cristalería labrada al estilo de Bohemia.
Desearía
abrir, cuando sea poco más de mediodía y las campanas la hayan tocado, la comida,
untando de una terrina de mantequilla un trozo de pan recién horneado, a poder
ser del horno de la tía Rufa o de la panadería de la tía Claudia. Estaría muy
gustoso en elegir el primer turno que es cuando el apetito aprieta, fundamentalmente,
cuando he despertado al amanecer respirando olor a espliego de las montañas
cercanas.
Quisiera que
los sabores llevasen la calidez de mi juvenil época. Desearía se respetasen los
legados de la cocina de nuestras madres, que se perseverase en los productos
óptimos criados y regados con las aguas de la “Fon-sorda” y que se fuese ajenos
a esas innovaciones de densidades caducas, trabadas con salsas con crema.
Será un
placer, como anunció el propietario, poder saborear pescados y mariscos traídos
expresa y directamente del Atlántico galaico para maridarlos con las aves de
corral que corretean por los alrededores del Balneario y con corderitos
lechales o de pasto, a poder ser de madres chamaritas, asados en horno encinar
de los montes comunales, haciendo caso al gran cronista de nostalgias Mauricio Wisent. “Los
platos mejores han de ser los de las especialidades locales de las que el chef
se aprovisionará sobre la marcha”.
Es mi deseo
que además de un menú convencional desechen el vegetariano y no porque las
verduras de los huertos de Fonsorda y Fonpodrida no sean verduras exquisitas,
sino porque será más gratificante comer vieiras
al whisky con champiñón de la zona y un untado de foie de oca fresco, traído
de la muy cerca Navarra, para recordar a Juan Valera cuando trataba de
tranquilizar a su madre la marquesa de la Paniega.
¿Y si todo lo
que acabo de soñar fuese servido por camareros o camareras reclutados entre los
mejores muchachos de nuestro pueblo? Esto sí que sería el culmen del mayor
placer. Sería consumar el gastronómico placer con todo un ceremonioso servicio.
No desearía verlos vestido de aparatosas libreas, sino de la mejor manera
dinámica, social y actualizada con signos encarnados de hospitalidad que
siempre fueron la esencia de este pueblo.
Quisiera poder
contemplar mientras como, desayuno o ceno, cómo vuelven del campo los
lugareños, ya pocos, sobre mulos y burros; ver sobrevolar los buitres; oír
cantar la chicharra y piar a los jilgueros, cardelinas, ruiseñores, petirrojos,
aletillas, abubillas, aviones o vencejos, el zurear de las palomas y por las cortas noches de verano, en el momento de los autillos, el acompañamiento con su ulular de las
lechuzas, búhos y mochuelos. Y es que hay cosas que ya
no se ven, ni se escuchan, pero tienen esto, que es apasionante, porque un
mundo que viene de la Edad Media no debe entrar de golpe en el siglo XXI y
dejarnos llevar por la nostalgia. Seguro que después de sobrevivir esta
experiencia no es necesario viajar al Rajastán a buscar palacios. Me quedo aquí
para después ponerme a novelar. Esto es otro mundo: mágico, épico, donde se
gana la libertad y donde se puede conseguir lo que parece imposible.
¡Oiga viajero,
exclamó el mesero! Y si después de la siesta y al caer el atardecer nos
diésemos un paseo para recordar y recuperar el paisaje espiritual de nuestra
infancia y la memoria de las cosas; volver a escuchar voces amigas, recordar
historias olvidadas y sumergirnos en el ayer no olvidándonos del hoy. Estoy
preocupado, la balsa que ha de regar nuestros huertos está sobrante y habrá que
darle salida al bocín. Allá voy.
Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©
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