Aquella mi Semana Santa
Aquella mi Semana Santa
Recuerdo aquellas Semanas
Santas de los sesenta y de algunos años más atrás, encrespadas de negros de
pena, duelo y uniformes de Guardia Civil de gala. Se me decía era tiempo de
recogimiento y oración; días de penitencia. En el centro de la cocina y de la
mesa camilla se lamentaba la radio invitándonos a olvidar los asuntos
terrenales. Se cerraban los cines y las
iglesias se abrían y su interior mostraba las entrañas repletas de luminarias
sobre montañas de guadamecíes dorados o
plateados, rematadas
siempre por una joya cristalina dorada, misteriosa y sacramental.
Recuerdo la calle hacia la
iglesia, trasvase de idas y venidas, vaivén de mujeres a las que el luto, como
a Carmen Sotillo, la de Cinco horas con Mario, les sentaba bien y caballeros, aún
en edad de merecer, vestidos de domingo.
Recuerdo aquel trasiego piadoso a la capilla en la que se instalaba el Monumento.
Recuerdo un huracán de niños, oliendo a incienso, animando el silencio entre el
respeto y el desdén, roto tan sólo por el pregón del predicador Corazonista y
el chasquear de sonoras carracas agitadas en el aire por aquellos monaguillos
vestidos con sotana negra y roquete blanco. Recuerdo como todo el pueblo, me
parecía una multitud, se echaba a la calle, visitaba el Monumento para rezar
entre robustos hachotes y, sobre todo, recuerdo como se hacía tiempo a la
salida de la procesión. Caminatas sin principio ni fin. Como en Grávalos no
había cine ni teatro recuerdo que éstos no tenían que cerrarse. Tampoco los
prostíbulos, al no existir, tenían la necesidad de quedarse vacíos. Solo
existía la radio, esa radio con sonido moribundo y abierto a la música clásica
ininteligible que invitaba a imaginar escuchando el aria o el coral de la Pasión según San Mateo, o los
dos.
Recuerdo como en mi pueblo se
cerraba el único bar que había y si el último lugareño se resistía a abandonar
su rincón o su vaso se le expulsaba sin atender razones, invitándole a salir,
participar o mirar, ya a la caída de la tarde, ver pasar a unos santos
custodiados por “taramoscos” o trabadores bien colocados.
Las procesiones de Grávalos
eran, e imagino seguirán siendo, austeras, sin lujosos sudarios y sin tribunas
solemnes. Los anocheceres eran cárdenos y todo discurría a lo largo de
barbechos y besanas, de macilentos muros, de estrechas callejuelas y entre
casas derruidas, hondos suspiros y pardas estameñas y frías, casi heladoras noches si
andaba el cierzo. Había cruces, según el peso de la culpa, algún pie desnudo,
ojos apenas entrevistos más allá del capuchón que daban respeto y, en muchos
casos, hasta miedo que hacía temblar a los chiquillos.
Y recuerdo que, poco a poco,
todo aquello cambió. No del todo, pero mudó. La Medusa no deseando la mudanza hoy
prefiere aposentarse en los tiempos de
Larra, tiempos en los que se oía misa cada día, se trabajaba los de labor, se
paseaba la tarde de los de guardar, se cortejaba hasta las diez y se estrenaba
traje el Domingo de Ramos y no en una Semana Santa como si fuera un fin de
semana prolongado.
Texto La Medusa Paca y fotografías Abel F. Ros: Qapta.http://qapta.es/ Copyright ©
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