Cuando el invierno comienza a tomar asiento
Cuando
el invierno comienza a tomar asiento
“Os anuncio que ahora es un espíritu
tan leve como invicto, el que se acerca
esta tarde de otoño a visitarme
con un tierno mensaje inmarcesible
cuando el paisaje se desnuda, lento,
de su fronda caduca y enfermiza...”. (Francisco Sánchez Bautista)
Comienzo
la confabulación cuando el invierno se deja caer para iniciar la alianza de
viento helado y nieve mostrando mi ciudad como la más acogedora. Tiritando y
sin sol en la calle, ésta es una buena época para recorrer cualquier núcleo de
ciudad antigua, mejor, si puede ser auténticamente castellana, donde su sobria
elegancia marque los edificios, sus rosetones y retablos, sus piedras de brillo
gótico, barroco o modernista, muestre esas confiterías exquisitas y hasta aquellos
mesones donde entregarse a la olla podrida o al lechón, y a lo posible, hasta
hacer compatibles monasterios y juerga nocturna. Y es que es aquí donde los
rosetones, agujas, retablos y hasta moragas toman, más que nunca, sentido.
Me saludan los nubarrones e intento
guarecerme de ellos adentrándome por esos callejones de otro tiempo con ropa
tendida y olores a ollas podridas donde hasta se apostan las cigüeñas y unas
colgantes escaleras me abren las puertas de un frondoso parque. Inicio mi paseo
tenebroso o romántico, según. El baile de estos continuos callejones recrea un
ambiente rural-provinciano, aluzado con farolas en los muros y olor a guiso de
antaño y señoras, saliendo de misa embutidas en sus abrigos de pieles, mientras
que el repique de sus zapatos me conduce hasta el pórtico de la iglesia para
recordar que aquí la religión fue hace siglos como el pan.
Sigo paseando la ciudad al tiempo
que el gris y el marrón dan paso a un festival de color: el Ayuntamiento, de
piedra, rompe el jolgorio de las fachadas e impone cordura. Junto a él, la
confitería, un local antiguo de madera donde me animo a comprar las famosas
yemas, mantecadas y cordiales. El café lo tomaré en esa tasca, la más parecida
a ese único bar de pueblo, un local obsoleto con mesas y sillas retro donde
suele jugarse al guiñote la consumición cuando el tiempo hace malo y por la
tarde. Los colores hace tiempo se pararon en seco en la villa, aportando
nostalgia al pueblito que se la quitan las perfectamente labradas piedras chinas del malecón
del puerto.
Y como
escribía el poeta: “he recorrido todo el
pueblo/ calle por calle/ plaza por plaza, y solamente he visto/ abandono y
desolación. En esta casa ¿quien vivía? / ¿quién se asomaba a este balcón? /
¿Tenía flores esta reja/ y su doncella con su amor?”
Despierto
de mi conchabanza deseando volver a juntarme con los hacendados de las tierras
que viven lejos, en la ciudad. Y recapitular esas tareas tradicionales, de la siembra
a la trilla, ya desaparecidas. Y auspiciar aquellos viejos molinos y añosos
trujales, hoy desatendidos o abandonados. Y desempolvar esas artesas, hoy
arrumbadas. Y volver a encender esos hornos, hoy apagados. Pero no, soy
consciente de que aquí ya no hay quien arrime el hombro en la vereda común, ni
hay semejantes con quien compartir los tiempos de ocio convenidos, ni tiempo
para el esparcimiento. Tampoco hay niños para competir en el juego-pelota ni mujeres que se reúnan para jugar a la brisca, aunque la baraja de
Heraclio Fournier ocupe todavía ese lugar de honor en la mesa de la cocina y en
el aparador de la sala de estar. Ya no hay personal para confundir trabajo y fiesta.
Vale.
“Con los mínimos días
de noviembre
vendrán los leves pájaros del frío
buscando la tibieza de los huertos”. (Francisco Sánchez Bautista)
Texto y fotografías La
Medusa Paca. Copyright ©
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