A tomar el aire ¡Qué pequeño gran lujo!
A tomar el aire ¡Qué pequeño gran lujo!
Árbol, mi corazón te
envidia. Sobre la tierra impura,
como una prenda santa
me llevaré tu recuerdo.
Luchar constantemente y
vencer, reinar sobre la altura
y alimentarse y vivir
de cielo y de luz pura…
¡oh vida! ¡oh noble
suerte!
¡Adelante alma fuerte!
Traspasa la niebla
y arraiga en la altura
como el árbol del peñasco.
Verás caer a tus pies
la mar airada del mundo,
y tus canciones
tranquilas irán con el viento
como el pájaro de la
tormenta. (Costa i Llobera)
Acabo
de leer una serie de poemas, he ahí la muestra, del poeta y sacerdote mallorquín,
quizás no muy conocido, Costa i Llobera, (Pollensa, Mallorca; 1854 – Palma de
Mallorca; 1922). Me han inspirado, me he puesto a escribir al mismo tiempo que me
está apeteciendo salir a pasear por la espesura para sentir y vivir aquella
frase que Hipócrates dejó escrita: “para hacer un buen diagnóstico de un
paciente, antes de mirar el cuerpo, hay que mirar dónde vive”. Ciertamente los
versos del poeta han sido una saludable y evocadora invitación pacífica de echarme
al monte. Aunque este año, debido a la “pertinaz”, cada paso gime como un
chasquido.
Mi
deseada ensoñación ha sido cumplida y la ruta está transcurriendo por ese pueblito
en el que la mayor parte de sus pocos moradores no están ya ni para acercarse
al monte ni para ir repartiendo abrazos a los árboles. Mi caminata está marcada
por encinares, pinares y por esos inmensos robledales: el robur “roble” de los
latinos que nos legó el envidiable adjetivo “robusto” al que nuestros venerables
ancianos hoy, a las puertas del invierno, ya no le piden fuerza, sino calor. Y
es una lástima. ¡Y qué poder calorífico tiene esa leña! ¡Lo que calienta y las
veces que calienta…! Recuerdo a los mayores de mi pueblecito y hasta los veo ir
al monte con hachas y tronzadores para seccionar las carrascas por los pies,
arrastrar lo cortado hasta ese punto que permita la llegada del carro, galera o
remolque, limpiar ramas, hacer la carga, descargarlos, trocearlos en al menos
dos tamaños, para la chimenea y para la cocina, colocarlos cual constructores
de perfectos y delineados muros y fantasear… ¡Oh, la corta de la leña! ¡Qué
recuerdos! Nunca olvidaré el sonido de las hachas invisibles en la dehesa,
aquella “música” del monte y el ¡ris ras!, ¡ris ras! de los tronzadores en el zaguán
de la casa los días de frío y nieve.
Les
estoy narrando el paseo ensoñado, dado como si fuese un baño de otoño y como terapia
que me llena de felicidad que me ha llegado, así, de repente, como estimulante,
después de saborear esos versos del poeta mallorquín guardados en mi mochila. Y
lo hago sobrellevando estos días de otoño seco y frío, pero luminoso y apacible
que me han invitado a adentrarme en el monte en busca de sosiego espiritual. Es
lo que en Grávalos, mi pueblo, se llamaba y, supongo, seguirá llamándose un
“cambiar de aires” que me hace recordar aquellos retornos al pueblo, escapando
de la ciudad, después de nueve meses estudiando, encerrado en un internado, con
aspecto débil y enfermizo, la tez pálida y los ojos metidos en las cuencas y
esas frases que me decían los vecinos con los me cruzaba: “¿Qué? ¿A tomar el
aire?”. Y que respondía: “Sí, aquí se respira que da gusto”. O algo parecido.
El
caso es que unas semanas después, cuando el estudiante se despedía para volver
al tajo, todo el mundo notaba que presentaba un aspecto mucho más saludable,
que contrastaba vivamente con la pinta que traía cuando llegó. Que su rostro
aparecía curtido y su mirada mucho más luminosa. La gente atribuía la evidente
metamorfosis a los largos paseos por el campo, especialmente a las incursiones
por las veredas del monte. Y lo cierto es que acertaban. Eran otros otoños,
eran y serán los otoños de “baños de
bosque”.
He
despertado de la ensoñación y soy consciente de haberme sumergido en la
colorida belleza del carrascal después de contemplar el esplendor de algún suelto
acebo, andar pausadamente sobre la alfombra del gayubar, oír en la hondonada el
repiqueteo del pájaro carpintero, percibir los fuertes aromas de alguna
solitaria sabina, de las estepas, del romero y del espliego salvaje, probar los
frutos silvestres -gayubas, escaramujos, bizcobas, endrinas…, recoger setas
cuando las había, recorrer las veredas del viejo chaparral, donde en cualquier
momento puede saltar la liebre o levantarse el bando de bravas perdices. Sumergirme
en el silencio hondo del pinar, observar sobre la cabeza el alto vuelo del
cuervo o la majestuosa presencia del águila y hasta estar seguro de que el
bosque siempre me agradecerá esta ensoñación.
Y
después del paseo volver a recordar a Hipócrates, mencionar dichos de mis
vecinos, y hasta reírme de aquellos tiempos de mi infancia y juventud, nunca
olvidadas, rememorando lo que Dostoievski decía de la risa: “Si quieren ustedes
estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que
tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por
las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe”. Vale.
Texto y fotografías La
Medusa Paca. Copyright ©
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