“Este que veis aquí, de rostro aguileño...”
“Este que veis aquí, de rostro aguileño...”
¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que
yo me voy muriendo! (Miguel de Cervantes)
Se le acabó la paz a Miguel de Cervantes, también, a
su mujer. Las investigaciones en el Convento de las Trinitarias han tocado
fondo y las excavaciones nos han aportado la siguiente conclusión: “los huesos
del autor del Quijote están en un osario, aunque no hay certeza posible a
través del ADN ni capacidad de "individualizar". Es Miguel de
Cervantes, seguro, seguro, seguro... bueno, casi seguro”. Después de casi
cuatro siglos de tierra y polvo, los historiadores, que durante los últimos
años han investigado en el subsuelo de la cripta del Convento de las
Trinitarias de Madrid, ubicado en el Barrio de las Letras, tienen la certeza de
que ahí están los restos del escritor, lugar en el que ordenó lo enterrasen, con
silencio, solemnidad y pobreza, vestido con hábito de franciscano, y, según
disponía la orden, con media pierna derecha descubierta.
Anteriormente, en el 1615, y en el prólogo del segundo
Quijote, había ofrecido al conde de Lemos los trabajos de Persiles y
Sigismunda, señalándolos nada menos que como "el mejor libro que en
nuestra lengua se haya compuesto".
En esta fábula religiosa, dos castísimos e
imperturbables amantes recorren en peregrinación media Europa solo para cumplir
una promesa y poder casarse finalmente en Roma ante los ojos de la santa madre
Iglesia Católica. Ése, por más que lo hayamos obviado, fue el testamento que
Cervantes quiso dejar a sus lectores, como reflejo de su propia vida, pues, en
abril de 1613, había solicitado su ingreso en la Venerable Orden Tercera de San
Francisco. El 2 de abril de 1616, tres años después, en su propia casa, por
hallarse enfermo hizo los votos definitivos y el 18 de ese mismo mes recibió
los últimos sacramentos: "Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo
ésta. El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con
todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir". No se equivocó.
Murió el 22 de abril en su casa, calle León, y al día siguiente fue enterrado
en el vecino convento de las Trinitarias Descalzas. Su despedida del mundo,
recogida póstumamente en el prólogo del Persiles, sigue siendo una de las
páginas más emocionantes de la literatura española y un consuelo profundamente
humano ante la muerte: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós,
regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos
en la otra vida!".
Este hombre que nos dice adiós es el que en julio de
1613 se presentaba ante los lectores de sus Novelas ejemplares con este
autorretrato jocoso: "Este que veis aquí, de rostro aguileño, frente lisa
y desembarazada, de nariz corva, barbas de plata que no ha veinte años fueron
de oro, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene
sino seis, y esos mal acondicionados, este es el autor de Don Quijote de la
Mancha". Señalo que, en este autorretrato, nada queda de aquel soldado que participó en
Lepanto. Nada se nos muestra de aquel cautivo que había resistido seis años en
Argel. Y que apenas supuraban las heridas y el orgullo y nada había del hombre
desengañado que había recorrido Andalucía recaudando impuestos ni mucho menos
nada fluía de aquel cínico socarrón que se burlaba de la tumba vacía que los
sevillanos construyeron para Felipe II. El que entonces se retrató sólo era un
viejo atento, sobre todo, a la salvación de su alma: "Mi edad no está ya para
burlarse con la otra vida". Y es que la religión, poco a poco, se había
ido convirtiendo en el eje de su vida y de su pensamiento.
Los restos mortales de Cervantes, los inmortales yacen
en las bibliotecas, siempre han estado donde hoy dicen estaban. El genio murió
pobre, no tiene mausoleo y se mandó enterrar en ese convento con su esposa, y
le hicieron caso, creyendo en "la resurrección de la carne y la vida
perdurable". En todo caso, en la gloria perdurable de su obra. Para qué
más. Y es que los restos de Cervantes, cuentan, han aparecido, mostrándose como
huesecillos, esquirlas y pequeñas
agujas, poca cosa. ¡Ay! Aquí quedo: pensando en caballitos como Clavileño; al
calor de la cuadra de Rocinante, hoy cuando escribo apetece; soñando con esa
corrala donde siempre habrá camerinos para Sancho y el Rucio, Rinconete y
Cortadillo, Cepión y Berganza, con sus conversacionales canes, y La Gitanilla,
con música de “El Cigala”. Sic transit
gloria mundi. No somos nada. Vale.
Texto La Medusa, grabados Iconografía de Don Quijote. Copyright
©
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