Indicios primaverales
Indicios primaverales
“-Mochuelo –dijo la niña-. Sé donde hay un nido de rendajos con
pollos emplumados”. (Miguel Delibes, El camino)
La primavera asoma ya por todos los rincones del Campo
de Cartagena. Soy consciente, la siento, de estar a tres semanas del final del
invierno. Estemos donde estemos, miremos donde miremos la vida empieza a
rebullir y aquí en los mares y allá en las sierras, riscos, charcas y dehesas,
la vida empieza a agitarse. No impacientarse, todavía quedan días, más allá que
acá, de tiempo desapacible y, seguro, de algunas nevadas, noches de helada y
días de viento.
¡Qué ilusión! Sí, ya puedo contemplar, dejándose ver,
esas flores amarillas que parecen un milagro en medio de las tierras yertas:
cunetas, rotondas, ribazos, ramblas, cercas, bordeando las charcas y
resurgiendo como burbujas prietas en medio de los campos yermos. Estas primeras
flores sin hojas no dan fruto, pero perfuman el ambiente casi, casi
dolorosamente, alrededor del algarrobo, del olivo y de los bancales apretados de
naranjos y limoneros. Luego, ahí están, los brotes de la cebada y el trigo
escoltados por higueras y paleras. Que, en este momento, tapizan minuciosamente
todo el terreno junto al Puerto. Parece que no hubiera tierra sino una alfombra
viva, apretada, ajustada a todos los límites del campo. Pero este brillo es más
humilde. Luego, en la profundidad del campo, vienen los almendros. Y ahí
estamos.
Ha comenzado marzo y son tiempos de indicios. Se despiden
las grullas, ya están preparadas para marchar hacia el norte, pero de Europa. Es
normal, son viajeras. Ahí están ya los búhos reales llamando a la noche y retirándose
para echarse a incubar los huevos en los nidos. Y, vigilantes en su astucia,
los zorros en celo, ladrando melancólicamente. Aquí todos suelen reunirse en
torno a la hora del lubricán, al caer la tarde, al final del crepúsculo, cuando
las formas se confunden con sus sombras. Y ya se escuchan los primeros grillos,
que ya están templando sus alas, y ya oigo los primeros maullidos de los
mochuelos y los primeros silbidos de los alcaravanes. No es un día cualquiera
aunque estemos bajo una tibia atmósfera o por eso hoy no es cualquier día. Ya
he visto esta mañana, como termómetros vivientes, los sapos corredores en la
charca, como ronroneando. También me ha asombrado el colorido ofrecido por el
mirlo, la paloma torcaz, la tórtola, el petirrojo o el verderón, el abejaruco,
el ruiseñor, la perdiz, el pito real, el jilguero, el cernícalo, el tordo, el
mochuelo, el gavilán, jabalíes, conejos, liebres y hasta erizos.
Y a su canturreo he visto despertar voces más simples bajo la lámina de agua:
son los sapos de espuelas, búhos chicos sobre las copas de los árboles, o palmeteando con las alas en vuelo. Y luego,
marcando camino, las lagartijas colilargas, los ocelados y las culebras
bastardas.
Estas, donde se estimula el olfato y se agudiza el
oído, son zonas de valle y cultivos de secano. Son parajes repartidos entre sierras,
ramblas coloridas por el florecer de la adelfa, el taray y el baladre; monte
bajo perfumado por el romero, el tomillo, el esparto, el marrubio, la albaida,
la uña de gato, la jara blanca, la genista, la coronilla, el albardín, la
escubiña y las cañas. Y sotobosques en los que predominan las coníferas de pino
carrasco, pino piñonero y alguna encina. Y arbustos como el lentisco, enebro,
palmito, retama, gandul, espino negro y espantalobos.
Todo este cuadro se muestra aquí, con sus colores,
como hincados, en las estribaciones de la ladera sur de la Sierra de Carrascoy
y en la rambla de La Murta. Son 350 metros de altura, o aún menos. Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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