Llegando Santa Lucia, un palmo crece al día
Llegando Santa Lucia, un palmo crece al día
Es así como saluda y enuncia el Almanaque el Firmamento
de D. Mariano Castillo y Ocsiero al mes de diciembre en el que, según el
análisis de salida y puesta del sol, nos advierte que, hoy día primero del mes,
ha amanecido a las 7:18 y se pondrá,
cuando escribo todavía no lo ha hecho, a las 16:49. Nos revela, de igual manera,
que: “el mes entrará en luna llena en Géminis a las 12:28 horas y que estaremos
disfrutando del primer temporal de invierno regido por los vientos casi
invariables del NE, con terribles escarchas y heladas por las noches cada vez
más fuertes; y si los vientos se inclinaran para el S, sobrevendrán algunas
lloviznas, el tiempo será más tranquilo y al sol se estará agradable, gozando
de la estabilidad”.
No es de extrañar que con estas previsiones y con esos
anuncios de días destemplados y secos en los que menudearán las escarchas que,
con la salida del sol suelen producir neblinas y celajes, enturbiando la claridad
del cielo hasta bien entrada la mañana para cumplir con aquello de “mañanitas
de nieblas, tardes de paseo”, nuestros niños duerman con tiburones, intenten aprender los juegos de
sus abuelos, profundicen en conocer a fondo la nueva generación de videoconsolas,
salgan al campo a recoger los elementos necesarios para elaborar sus árboles navideños y el
reverdecido y fresco musgo para el Belén, se entretengan en construir robots,
manejar utensilios prehistóricos, tocar zambombas y panderetas, jugar a
detectives, crear con sus garabatos obras de arte, participar con la abuela en
ensayos de villancicos, contemplar el rayo de sol del solsticio de invierno,
calentarse al amor de la lumbre del fogón y hasta soñar viajando en tren con
los mismísimos Reyes Magos…¡Todo es posible en el mes de diciembre, mes de la Navidad!
Ya sé que la música de estos últimos días de otoño
suena con ritmo lento, entre adagio y moderato, acompasando al espectáculo
efímero de los bosques y sus sonidos. Ésto en los núcleos rurales, porque en
los urbanos el ritmo es más vivo, allegro, ma non troppo. Pero en el final del otoño
y en los albores del invierno, en la ciudad o en el mundo rural, el mar, los
jardines y el campo asilvestrado, al que acudimos para contemplar en sus
laderas encinas, alcornoques, pinos rojos, castaños, hayas, abetos y robles, siempre,
siempre, siempre maridan bien.
Tres son las semanas que hay que restar para Navidad y
un mes, menos un día, para Nochevieja. La cuenta atrás ha comenzado. Todos
apuran, en estos días primeros de diciembre, a iluminar sus calles, a preparar
el raso para sus fiestas, a concertar orquestas, gaiteros para sus bailes de
caja y clarinete o saxofón, hogueras y hasta fuegos artificiales. Todo bulle con sugerentes
propuestas: unos se sumergirán de lleno en la juerga, otros buscarán refugios
tranquilos para descansar y alguno hasta dirigirá sus pasos hacia climas
amables y soleados. Son los días de las castañas asadas, nueces, almendras,
boniatos, membrillos, turrones, mazapanes y mantecados con anís. Son días,
aunque sea con semblante rural adusto, acogedores, precisamente porque la noche
se echa pronto. Son días en los que las casas se convierten en posadas de
gruesas paredes y el hogar da refugio, en esta tierra castellana, a los asados al
borde del fogón donde éste se convierte en silencioso y espacioso restaurante, donde
al apagarse el día y encenderse la noche aparecen y humean para entonar
desabridos días rechonchas y sabrosas morcillas; esos hígados de cerdo
preparados para comer después de emparrillados; esas patatas para tostar, criadas
en esa herrañe de tierras frías; esas migas extraídas con garlopa de esa hogaza
de pan horneada semanas atrás en rupestres hornos de leña, y al final endulzarlo
todo con unas almibaradas manzanas asadas. Y puede que hasta haya alguien que
desee cerrar la cuchipanda con una tabla de esos quesos artesanos, lugareños o
comarcales, ahogándolos, disfrutando, con una o varias copas de vino de cualquier
pago del lugar.
Y es que el invierno ya está aquí, se ha presentado de
repente: Las chimeneas son encendidas. El cierzo gime, colándose por entre las
rendijas de esas desvencijadas y desajustadas
pequeñas ventanas desplazándose hacia desnudos y fríos rincones. Y, a
pesar de ello, todo da calma, todo da serenidad, todo ennoblece la vida rural,
aunque haya desabrigo y hasta, aunque sea a través de gruesas paredes de piedra
actualizadas, se cuele el enésimo rumor de lluvia y llegue hasta la estancia el
rumor del viento que sacude los juncos, los chopos del barranco y hasta las
confidencias de los paisanos, porque cuando el paisaje se entrega tan
despojado, tan despejado, queda más hueco para la aportación personal al
camino. Es la arquitectura rural, encantadora, humilde y sencilla arquitectura
rural, capaz de desvelar el misterio del campo y sus productos. Es la
discreción de esos pueblos blanquecinos y oscuros, construidos escasamente con piedras preciadas y sí con toba y adobes, como si
todos estuvieran hechos para albergar el revoloteo de tórtolas, vencejos,
malvices y gorriones que ennoblecen la cúpula de un cielo por aquí muy amplio,
como si quisieran, a falta de elevaciones más altas que las amables
ondulaciones de collados y riberas, ocuparlo todo. Dos pequeñas carreteras,
unas pocas decenas de kilómetros cuadrados, 31, marcan la esencia de este
entorno rural con olores, colores y paisaje definitorios, que no definitivos,
porque vendrá la primavera, porque habrán de llegar tiempos de eclosión donde
todo se revolucione de verdes almendros florecidos, almendros bien cuidados,
bien alineados, peinados y como cuidadosamente maquillados…
Y aquí, en los diciembres, también en los inviernos, amanece
con pereza, nuboso y helador después de que los campesinos, antes de entrar en
la cama, intentaran dejar al otro lado de la gran cristalera, al borde del
callejón que da al barranco, esos fantasmas nocturnos que esperarán sentados en
el banco de la cocina para asaltarnos en cuanto despertamos. No es poco. Hay
más. Son los diciembres de un pueblo que, entre susurros y remansos, deja
entrever parte de esa alma austera castellana que, a veces con razón, ha
traspasado fronteras. Son diciembres mostrados en yasas, por las que comienza a
escurrir agua, desfiladeros que, formando oquedades, conceden abrigo a esos
buitres-quebrantahuesos, jóvenes vulpinos, algún oryctolagus cuniculus
silvestre, sueltas leporinas, alguna bandada de perdices en retirada y humedades
que aparecen entre muros gruesos con decoración agreste, de manojos de romero y
tomillo.
Y aquí, en los diciembres, cuando mi agricultor siente
cierta ansiedad al haber desnudado tanto sus sentimientos, en consonancia con
el paisaje y las paredes. Y nota que los fantasmas han vuelto y se han colado
en el asiento de la parte de atrás del banco al lado del hogar recordando
esperanzado que “Llegando Santa Lucía, un palmo crece al día”. Y me retiro
hasta el pase de la primera hoja del próximo año, pensando en mis nietecillos
cuando los veo pensar con algarabía gozosa en esos Reyes Magos que ya no
necesitan pasaporte y cuando todos ya son capaces de soñar sin pedir permiso al
emperador. Aquel día ya ha llegado. Mirad cómo amanece en vuestros corazones. Vale.
Fotos y texto de La Medusa Paca. Copyright ©
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