Cánticos de Navidad
Cánticos de Navidad
“ Canta gallo canta,
canta que amanece
y tu virgen santa,
tu vientre florece”.
Las Navidades, unos años más que otros, siempre fueron
paparruchas
para “Pincho
el grande”. “Pincho el grande” es una persona mayor, con prole y con amigos. Él
siempre vivió en su mundo, pocas cosas le agradaban y menos la Navidad. Siempre,
de pequeño y niño grande, activo y ocioso, con júbilo y triste y mientras se
acercaban las vísperas de Navidad y cuando el personal estaba ocupado en la compra
de regalos y viandas para el trajín de la cena navideña, “Pincho el grande”, echando horas, se sentaba
a leer junto al calor de su charada. Solamente leía, era lo único que gustaba
hacer en estos días de frío y cencellada.
“Lumbre no tenemos
ni leña ninguna,
ni tampoco habemos
mantillas ni cuna:
pues nuestra fortuna
todo esto merece,
tu vientre florece”. (Popular)
“Pincho el grande” vivía en una casona fría y un tanto
lúgubre y soñaba constantemente con la aparición de fantasmas,
espectros y espíritus, sin creer que pudieran visitarlo en estos días para
hacerle recapacitar de cómo vivía. Pero sucedió y el Primer Espíritu llegó en lo
que fue una primera noche; era el Espíritu de las Navidades del pasado que se
acercó a él para conducirlo hacia el lugar donde había crecido y mostrarle esos
varios lugares de aquellas Navidades pasadas, de cuando él sólo era un aprendiz
de vendedor de ilusiones. Y en esa primera noche, estando ensimismado en su
lectura, hubo una luz muy grande proveniente de ese pequeño habitáculo-salón
que le ayudó a recordar esas paredes color crudo, adornadas y cubiertas de
vegetación que parecían un bosquecillo donde brillaban por todos lados bayas
chispeantes, frescas y tersas hojas de acebo, muérdago y yedra que reflejaban
una grandiosa luz como si allí y allá se hubiesen esparcido numerosos espejitos,
mientras en la chimenea, asentada dentro del recinto de la cocina, rugían
llamaradas como nunca había conocido aquel triste hogar petrificado en vida de “Pincho
el grande”, ni en muchos, muchísimos inviernos atrás que cobijaron miles de vivencias
junto a esa gigante antorcha resplandeciente, mostrándose como charada con espíritu
de Navidad presente. Y allí, en el suelo, amontonados en forma de trono, había
pavos, ocas, caza, pollería, adobo, grandes perniles, lechones, largas ristras
de chorizos, papadas, - puestas a humear-, pastelillos de carne, tartas de
ciruela, cajas de ostras, castañas de color rojo intenso, manzanas de rojo
encendido, naranjas jugosas, deliciosas peras, resecos orejones y ciruelas,
aptas para la compota, inmensos pasteles de Reyes y burbujeantes botellas de un
cava lugareño que empañaban la estancia con sus efluvios deliciosos.
Después, más tarde, de filtrar todo este espectáculo
colorista, “Pincho el grande” y el Espíritu de Navidades pasadas se
transportaron al centro del pueblo donde se palpaba un escaso y silencioso
movimiento en esas menesterosas tiendas todavía abiertas, las escasas que
había, donde intuían vecinos comprando cosas para la cena de Navidad, sintiendo
algo, no demasiado, de barullo que rondaba por aquellos dos pequeños bares allí
existentes. Inspeccionado todo volvieron a la casona, comprobando lo feliz que
era esa su familia a pesar de su pobreza. Los vio gozar y disfrutar durante
toda la cena de Nochebuena comiendo, riendo, cantando, gozando y jugando.
Y tras cenar y quedarse un poco traspuesto se
despertó con mucha alegría, salió muy feliz con sus mejores galas y se dirigió
a la Parroquial del lugar donde el Espíritu de la Navidad le esperaba junto a
los suyos: “¡Entra!”, exclamó el fantasma. “¡Entra y me reconocerás mejor!”. “Pincho
el grande” avanzó tímidamente e inclinó la cabeza ante el Espíritu, “soy el
fantasma de la Navidad del presente”, dijo el Espíritu, “¡Mírame!”. Y allí en
la estancia eclesial y, como nuestro “Pincho el grande” manejaba certeramente los ritmos y sonsonetes
del villancico clásico, se puso a cantar cantares y romances, músicas de
vihuelas, dulcémeles, zanfonas, salterios, gaitas y rabeles, antes de que los
pastores del lugar comenzaran el baile, ante el retablo barroco y los libros de
las horas expuestos en el facistol delante del altar. Todo esto resonaba como
si fuese esa lira de la geórgica divina y pueril mitología en torno a la
liturgia de pueblo.
Y cuando el manubrio cilíndrico de la zanfona dejó de
girar despertó, dándose cuenta que todo había sido un sueño y que sólo había
una certeza, una realidad: que ese día era la noche de Navidad, que era la
Nochebuena y que todo lo anterior sólo eran recuerdos del portalejo betlemita
de mi ruralidad que se me había presentado con un realismo enternecedor y junto
a esos minuciosos y prosaicos detalles de mi infancia y ante la desvalida y
olorosa humanidad del Niño, de su Madre y del Patriarca, de los vahos de las
bestias del establo, de la ruta retórica y junto a las toscas zaleas de los
rústicos adoradores que, aun siendo niño, ya transcendían con aromas de sierra,
de suero y humo de leña, apareciendo iluminadas y transfiguradas por la luz
candidísima que todavía irradia desde las pajas de aquel rural pero sublime pesebre.
Una virgen de quince años,
morenica, de tal gala,
que tan chapada zagala
no se halla en mil rebaños.
Nunca tal cosa se vio,
¡Huy, há!
Ni jamás fue ni será.
Pues aquel que nos crió,
por salvarnos nació ya.
¡Huy, há, huy, ho!
Que aquesta noche nació. (Juan del Encina)
Fotos y texto de La
Medusa Paca. Copyright ©
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