Turruncún
Turruncún
“Un abandono de siglos ha provocado la marginación de los
pueblos de Castilla, perdidos entre los surcos como barcos a la deriva”. (Miguel Delibes)
Fue al caer la tarde y los viajeros pararon para
adentrarse en las entrañas de algo que fue y que, todavía, al nombrarlo resuena
son sonido de torrentera y turbulencia como si se abriese en canal la boca de
ese cráter apagado que parece ser la cima de “La Peña Isasa”.
El viajero y acompañante no pensaban regresar por
ahora a Turruncún, esa aldea acurrucada en la falda de Peña Isasa, a legua y
media larga de Arnedo, que está definitivamente vacía, convertida en un
cantizal, amortajada de hiedra y donde crecen zarzales, ortigas, lampazos,
malvas y saúcos, entre las piedras caídas de las humildes casas con las paredes
abiertas en canal y que en años atrás mostraban alcobas, alacenas, enseres y
otras intimidades. O sea, un pueblo muerto y bien muerto, vacío como las
cuencas de los ojos de los muertos antiguos en su abandonado cementerio,
cubierto de maleza y de hierbajos, aunque con cruces resistiendo. Y esa
escuela, que nunca acogió niños docentes al no llegar a inaugurarse. Pero ahí
está, todavía resiste y hasta sirve como refugio para los que intentan cruzar
en los fríos de invierno esa sierra de la Umbría del Quemado intentando cazar
lo que la cinegética produce, como liebres, conejos, perdices, aves de rapiña y
zorros.
A las afueras de Turruncún en dirección a Préjano, a
monte a través, al pie de la sierra, entre pinos y encinas se encuentra la Ermita de
las Vírgenes. Es una construcción de mampostería y ladrillo de tres tramos y
cabecera ochavada de tres paños. Estaba cubierta con bóvedas de lunetos, pero
hoy todas han desaparecido. La sacristía se sitúa en la cabecera tras el altar
mayor y tiene dos accesos a ambos lados de éste. A los pies aparecen los
restos, que pueden ser de un coro alto sobre madera del que ya nada queda, bueno sí, un almendro nacido en el
interior y que estaba a punto de florecer. Tiene dos ingresos, el principal que
se abre al este, de medio punto coronado con hornacina de ladrillo y otro,
reducido y adintelado que se abre al sur, a los pies, bajo el coro. Puede ser
barroca, entre los siglos XVII y XVIII, con rasgos de construcción muy
característicos en toda esta zona minera. Su estado es de ruina total, no queda
nada de las bóvedas, ni de los arcos, ni del coro…Nada queda en pie, sólo
paredes en las que se adivinan restos de pintura, enfoscados barrocos y la
firma garabateada del “yo estuve aquí”. Para los viajeros ahí queda la Ermita
de las Vírgenes como si quisiera entonar el gori-gori cuando ya está muerta.
Allí en sus faldas, como rodeando al pueblo, donde
hubo agricultura, hoy hay despoblación,
desbarajuste. También una fuente, abundante y de excelente calidad que
sirvió de lavadero y hoy ejerce como refresco del caminante, mientras ayer fue
frescura y alimento de trigo, morcajo, cebada, c e n t e n o, avena, un poco de
vino, b a s t a n t e aceite, patatas, algunos garbanzos, judías, yeros,
arvejones y suficiente yerba de pastos, con los cuales se alimentaba el vellón
y el cabrío a falta de granero. Todo ello perfumado por el espliego, romero,
ulaga y tomillo y alguna fruta, mayormente colocados en poyos y paredes. Sé que aquí hubo personal con habla de
castellanos viejos y aunque siempre pensaron que se hablaba mejor en las
ciudades, el viajero piensa que ellos, por ser de campo, siempre poseyeron la fineza del sentir y de
la soledad. Todo se les presentó a los viajeros como restos y como osamentas
sin color y como fundidos con los ocres azufrosos mineros del terreno. Y de
repente, como recordando, se nos mostró, apostado junto a la balsa de la
fuente, hoy rincón solitario, ese último turruncunero, hombre de campo, endurecido por toda una vida
de trabajo, de soledad, de reveses y de esfuerzo pero con sensibilidad
conmovedora. Allí estaba con su burro, como queriendo disfrutar del placer de
ese sol primaveral, de la belleza de las flores del espino, que le tiene
embelesado, tratando de recordar aquel trabajo de los abuelos intentando
levantar esa cuadra de piedra que ahora,
ya vacía, se esfuerza por mantenerse en pie. Y allí lo imaginé intentando abrir
el brocal de la balsa para regar su huerto, coger retama para encender su
lumbre y arrancar esas reverdecidas mielgas con que alimentar sus gallinas y,
al fondo, muy cerquita, casi tocándola para abrazarla, la torre de la iglesia
que todavía resiste hasta el límite de lo razonable. Y es que aquí como dice
Miguel Hernández en “El silbo de afirmación en la aldea”:
“Aquí la vida es pormenor: hormiga,
muerte, cariño, pena,
piedra, horizonte, río, luz, espiga,
vidrio, surco y arena.
Aquí está la basura
en las calles, y no en los corazones.
Aquí todo se sabe y se murmura:
No puede haber oculta la criatura
mala, y menos las malas intenciones”. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright
©.
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