La Santa Semana
La Santa Semana
Me traslado a Cartagena,
como tantos años, como tantos días, como tantas primaveras, para recordar, para
vivir y para sentir, fundamentalmente para sentir. Sentir y caminar a paso de
nazareno, vivir la emoción de los cofrades y hasta rezar como sin que se note,
con solemnidad, con respeto, rindiendo honores y profundizando en sus
sentimientos y lo hago con un nudo en la garganta.
Sé, debía de ser
medianamente pequeño, cuando me sentaban junto al Columbus para contemplar todo
lo que unía los hachotes de los capirotes y el Trono y recibir aquellos brillantes
y dulces caramelos de La Gardenia, alguna bolsita de seda roja y hasta algún
sepulcro.
Sé, qué más da, ahora
también, olía a humanidad, a cirio, a incienso, a
lilas, sé, porque lo recuerdo, del aroma del reparo y las torrijas, esas
rebanadas de pan bien cortadas y mejor cuadradas, ahogadas en huevo y vino o
leche, endulzadas con azúcar, canela espolvoreada, miel o almíbar y que Juan de
la Encina ya las nombraba (“miel, y muchos huevos para hacer torrejas”).
Por lo narrado
puede parecer que acudiré a procesiones báquicas, orgiásticas, barrocas, con
mantillas coronando bellas muchachas, cristos mineros aclamados con saetas como
toreros. Pues no. Es cierto que estos desfiles procesionales apenas se parecen
a las procesiones de La Castilla, que procedo, con Dolorosas de turbadora
tristeza, Cristos con enagüillas y cirios. Crucificados ensangrentados y
escarnecidos. Todo, aquí y allá, impresiona, es la expresiva participación de
su paisaje, de su entraña urbana con el espectáculo respetuoso y la
predisposición natural de sus gentes a lo sombrío en unos casos, y la explosiva
y floreada luminosidad inundando de color y pasión las viejas calles aquí.
Sé, por eso me
traslado, que escucharé el grito desgarrador “¡Ahora. Ya está
aquí. Que ya viene!”. Y sentiré, tragándomelo, el silencio de la calle, que queda
casi dormida, cuando ve a los portapasos de la Virgen de La Piedad
enfilar la subida de la calle del Cañón, que es donde me gusta verla. Deseo,
quizás expectante y nervioso, escuchar cómo suena el primer toque de la
campana del trono y cómo enfervorecen, yo entre ellos, miles de cartageneros. Es un honor contemplar como los portapasos se
echan a la Virgen a hombros y subin la cuesta con paso legionario, envueltos
entre aplausos y pétalos de rosa ofrecidos desde los balcones. Y tras Ella, observar
como todo entra en locura.
Siento que lo que contemplo
es un espectáculo, religioso y artístico. Es el arte y el sentimiento en la
calle. Es una manifestación de sentimientos, creencias, dolores y quereres. Es
el fervor del pueblo, fervor de creencia, fervor de adhesión, lo que me condujo
y conduce. Ante esto tengo la sensación, también la creencia y la fe, de que
Dios no ha muerto. Sé que Nietzsche
anunció su muerte y Sartre la registró con frialdad de acta notarial. Sé que es
la hora de la desolación y la duda. Sé que Simone Weil, “la mujer devorada por
su propia inteligencia”, llegó a escribir que “el gran crimen de Dios contra
nosotros consiste en habernos creado, en que existamos”. Y hasta sé que hay
algo rubeniano en el pensamiento de la ensayista francesa. Y sé que es la hora
de la sal y, también, de la hiel, es por eso por lo que me traslado a La Ciudad
Trimilenaria de Cartagena. Vale.
Texto La Medusa Paca. Fotos Abel F. Ros. http://qapta.es/. Copyright ©
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