Recuerdos cuaresmales
Recuerdos cuaresmales
Nada como aquel trozo de tortilla en la fiambrera que mi madre
guardaba de un día para otro…
Siempre que tengo hambre, recuerdo aquellos trozos de
tortilla jugosa, ¡faltaría más!, única, de patatas cortadas circulares, de ajos
tiernos o de espárragos de temporada. Ya saben: “los de abril para mí, los de
mayo para el amo y los de junio para el burro”. Quizá no haya para mí un bocado
más celebrado; no recuerdo si por la niñez, si por el detalle de cariño de mi madre
o por la novedad de encontrar aquel trozo de tortilla como una sabida sorpresa.
Lo recuerdo siempre que tengo hambre, sí. Y cuando deseo que Soledad, mi
señora, me lo ponga para cenar como para sorprenderme. Y lo recuerdo desde el
otoño alto a la primavera baja y en las noches de tertulia veraniega con sabor
de tierras altas y a sal de mar. Nada como aquel bocado.
Estos tiempos de primavera alta tienen en la morada de
mi memoria un cuasi pecaminoso olor a miel. Los mieleros, un hombre y una
mujer: Florián y Digna, mieleros, hueveros y pieleros de un pueblo cercano a la
tribu, Igea, que venían andando hasta mi vecindario con una cántara de miel y
su mimbrera de huevos, de los de corral, para hacer trueque y ganarse unas
cuantas perrillas. Cuando la Digna mielera metía el cazo en su cantarilla de
miel y lo echaba en la lechera de cristal donde las mujeres del vecindario la
guardaban, dulces pájaros con cuerpo de torrijas, alas de papachas y plumaje de
hojuelas y pestiños adornados con el color amarronado de la canela volaban por
el aire de las cocinas de las casas gravaleñas.
Estos placeres de la mesa llegaban al pueblo, a mi
pueblo, ahora, en Semana Santa o justo cuando el campo empezaba a dar pequeñas
glorias, empezando en la miel, el arroz con leche, perfectamente acanelado,
siguiendo con la leche frita que freían las mujeres y nos las ofrecían nuestras
madres que parecían sacadas de un cuadro de jolgorio san juanero; y aquellas
menestras que se cocinaban esparragadas, con el sabor intacto de sus guisantes,
ay, verde sueño de canicas infantiles rodando por la mesa como traviesos
animalillos esféricos, con carne, cuando la había, y con todo el sabor intacto
del majado. ¡Qué majados! Y esas habas, las primeras, que se venían, tiernas y
verdeclaro, guardadas, dormidas, como niños de cuna en la franela de la vaina,
y que en el reguero de la mesa de comer ponían un clamor de sabores
primaverales y únicos. Y seguían las lechugas, aquellas lechugas que hoy no
encuentro, al menos en su sabor, y que, con el cocido, ponían una compañía de
ensalada. Y el bacalao, a la riojana, a la vizcaína, al pil-pil o en
ajoarriero, pez que nadaba en las cuaresmales aguas de la vigilia…
Y ahora, aquí quedo, junto al mar, esperando a los
placeres de la primavera alta que ya vienen sabrosos, vistosos, hermosamente
verdes, con una trompetería agraria de niños con ababoles en medio de la
cebada, zumbidos de abejas, juego y vuelo de pájaros y aviso de más placeres en
el color incomparable de algunas plumas que empiezan a colorear el aire
luminoso.
Pero nada como aquel trozo de tortilla en la fiambrera
que mi madre guardaba de un día para otro. Habla el bacalao, el poeta le cede
la palabra. Pero es lo cierto que nadie como este modestísimo pez ha hecho
tanto por la forma poética, que no desaparecerá mientras el bacalao se conserve
tan salado y curado como hasta ahora.
¡Otra condición que no tienen muchos autores! ¡La de ser salado! ¡Y la
de conservarse! Esto es la Gloria Y quien lo ha vivido, lo sabe...
“Esta es la flor de la Escocia,
como no hay otra en Madrid;
me llevan pobres y ricos
¡y hasta la Guardia civil!
Soy mejor que la gallina,
y el que me prueba, me lleva,
y tengo más hermanitos
en el fondo de la cueva”.
Y al final, por favor, dejen sitio para el arroz con
leche, también el de mi madre, por supuesto. Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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