Alguna vez fuimos Alfanhuí
Alguna vez fuimos Alfanhuí
“Si la cabeza cortada, que, como una piedra más,
rueda hacia el mar por la empinada ladera pedregosa, acelerándose en rebotes
cada vez más largos, pudiese, antes de ahogar su voz en el fragor y en la
espuma de las olas que han de estrellarla contra el acantilado, gritar el
nombre de la amada, no cabe duda de que lo gritaría, sin hacerse cuestión de la
inutilidad de malgastar así su aliento postrimero”. (Rafael Sánchez Ferlosio. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos. (1993)
“La
loba se agitaba de costado y abría su boca sangrante, mostrando los colmillos,
que mordían el aire en vacías dentelladas, fallidas entre la tierra y la fusca
del suelo, como queriendo segar los hilillos de la hierba naciente. El matador
había cargado de nuevo su escopeta y ya les decía a los otros que se quitaran
de delante, pero el pastor lo detuvo por un brazo”. “Dientes, pólvora, febrero. Rafael Sánchez Ferlosio”.
La parábola de los ciegos (Pieter
Brueghel el Viejo).
Aunque
mis coetáneos, amigos y paisanos no hayan leído, quizás porque no lo conocían,
el libro de Sánchez Ferlosio, “Industrias
y andanzas de Alfanhuí” (1951), ese que le costeó su madre (13.000 pesetas,
1.500 ejemplares, 25 pesetas cada uno) con un dibujo del propio Rafael y que se
lo dedicó a Carmen Martín Gaite, Carmiña, que entonces era su novia, sí hemos ejercido y en muchas ocasiones vivido,
todos juntos, con las mismas edades, en el mismo pueblo y en el recreo de la
misma escuela rural unitaria y aun sin tener los ojos amarillos como el
alcaraván, y siendo chicos fuimos amigos
de los lagartos, también del gallo de una veleta que nos enseñó muchas cosas
sobre los colores.
Nosotros,
esos niños de escuela rural y unitaria de los años 50 también fuimos, como
Alfanhuí, espectadores itinerantes, niños extraños, pero reales que, entre
andanza y andanza, alguna correría y peripecia, crecimos espabilados, incluso
sabios a nuestra manera y quizás hasta más tristes envueltos en esos ensueños
que nos envolvían dentro de esa artificiosa fantasía de una ilusión. Nosotros,
esos niños
de escuela rural y unitaria tuvimos algo de Lazarillos, pero sin la penuria del
mísero, en ese nuestro viejo pueblo y en sus polvorientas rutas que, como
Alfanhuí, recorrimos para nuestro deleite de críos.
“El
gallo de la veleta, recortado en una chapa de hierro que se cantea al viento
sin moverse y que tiene un ojo solo que se ve por las dos partes, pero es un
solo ojo, se bajó una noche de la casa y se fue a las piedras a cazar lagartos.
Hacía luna, y a picotazos de hierro los mataba. Los colgó al tresbolillo en la
blanca pared de levante que no tiene ventanas, prendidos de muchos clavos. Los más grandes puso arriba y cuanto más
chicos, más abajo. Cuando los lagartos estaban frescos todavía, pasaban
vergüenza, aunque muertos, porque no se les había aún secado la glandulita que
segrega el rubor, que en los lagartos se llama “amarillor”, pues tienen una
vergüenza amarilla y fría. Pero andando el tiempo se fueron secando al sol, y
se pusieron de un color negruzco, y se encogió su piel y se arrugó. La cola se
les dobló hacia el mediodía, porque esa parte se había encogido al sol más que
la del septentrión, adonde no va nunca.
Y así vinieron a quedar los lagartos con la postura de los alacranes,
todos hacia una misma parte, y ya, como habían perdido los colores y la tersura
de la piel, no pasaban vergüenza. Y andando más tiempo todavía, vino el de la
lluvia, que se puso a flagelar la pared donde ellos estaban colgados, y los
empapaba bien y desteñía de sus pieles un zumillo, como de herrumbre
verdinegra, que colaba en reguero por la pared hasta la tierra. Un niño puso un
bote al pie de cada reguerillo, y al cabo de las lluvias había llenado los
botes de aquel zumo y lo juntó todo en una palangana para ponerlo seco”.
Nosotros
fuimos Alfanhui, también niños que, inconscientemente, deseábamos preservar
nuestro propio mundo y hasta nos resistíamos a dejarnos integrar en el de los
mayores. Luego, un gallo de veleta, ese de la torre de la iglesia, desaparecido
con la remodelación, nos enseñó a cómo entender la dirección y los nombres de
los vientos marcados por ella, a observar el color rojo del sol al saliente y
al poniente, porque “lo rojo de los ponientes era una sangre que se derramaba a
esa hora por el horizonte, para madurar la fruta, y, en especial, las manzanas,
los melocotones y las almendras”.
Las
andanzas de Alfanhui y las nuestras fueron toda una serie de minúsculos sucesos
fantásticos que convivieron con nuestras andanzas y con cualquier alcaraván con
nombre de grito y con ojos amarillos. Alfanhui, profundamente abatido, como
nosotros cuando volvíamos a casa agotados del quehacer desarrollado en esa
nuestra querida escuela rural y unitaria, halló, hallamos en el desván esa
vieja silla de enea, descompuesta, cuyas patas “habían echado raíces en la
tierra aluvial de las tejas”, hasta el punto de que “nacían de los dos remates
del respaldo de la silla unas ramitas verdes con hojas y cerezas” y apropiada
para el asueto. Descansamos hasta que todos juntos, como si fuese un juego,
vagamos por la diversidad de nuestro terruño, hasta que un día nuestra
melancolía desapareció jugando con una liebre en un campo nevado. Vale.
Rafael
Sánchez Ferlosio, descansa junto Alfanhui en tu guerra eterna. Amén.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
Leave a Reply