Senderos encantados
Senderos encantados
“Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza;
iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llego a una fuente clara.
Echóse en la tierra, puso
sobre una piedra la manta,
y a la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua”. (La tierra de Alvar González)
El viajero, como Antonio Machado y Gustavo Adolfo Bécquer,
“una mañana de otoño, salió solo de su casa…/anduvo largos caminos” para
encontrarse y contemplar colores ocres, senderos encantados, duendes y
leyendas, pinos albares y laricios, encinares y carrascas, fuentes de aguas
heladas aun en verano, y monasterios escondidos en su interior y atravesados
por escorrentías que los barrenan sin bravura. Es otoño cuando estos lugares
resplandecen al cambiar sus colores verdes intensos por esa amplia gama de
tonos ocre que sirve para adornar y añadir leyendas embaladas por esa
característica niebla de primera hora de la mañana y que nos retarda encontrar
o imaginarnos duendes y otros habitantes que harían que nuestra visita fuese de
fábula si coincidiera con un día de niebla convirtiendo nuestro camino, además
de fascinante, en un itinerario misterioso y melancólico. Y, a falta de hayas, soñar
con la contemplación de esos verticales pinos larícios, como deseando saludar
al cielo.
El
viajero, en su paseo, no se encontró con nadie, apenas vive gente en la
extensión que ocupa, lo que esto le confiere un estado prácticamente salvaje.
Pero si soñó con toparse con esos duendes que lo recorren a pocos metros del
paseante, saltando a su lado sin ser vistos. Son veredas y tierras de leyendas
y seres mitológicos. Precisamente una hermosa leyenda sigue viva a través de los habitantes del lugar y que
explica el porqué de las mansas aguas del lecho que circunda al monasterio
cisterciense.
Y
allí en mitad del bosque de mi paseo ese monasterio, monasterio de Nuestra Señora de Yerga, que tanto fascinó a Bécquer
y le inspiró para escribir la mayor parte de su Miserere y que, doscientos años después de la estancia del autor, la región
ha recuperado den su esencia
multicultural.
Recuerdo que la leyenda de “El Miserere” comienza con la llegada a Autol de un músico
europeo buscando redimirse de sus pecados y componer el miserere más perfecto
de la creación. Los lugareños le refieren la leyenda de unos monjes que vivían
en un antiguo monasterio cisterciense
en el monte de Yerga, cuyas ruinas en plena naturaleza destilan un
romanticismo excepcional: se trata de los restos de la ya desaparecida ermita
de Nuestra Señora de Yerga. Según el relato del autor el monasterio fue
incendiado y todos los monjes perecieron, sin embargo, los pastores que
frecuentaban la zona le aseguran que sus almas se dan encuentro allí algunas
madrugadas para entonar el antiguo miserere.
Y allá, a unas leguas de distancia, un encinar,
carrascal centenario que, además de por sus colores de otoño, impresiona por
contar con numerosas coladas de lava, montañas de mil colores de pozos mineros,
sepultados por el tiempo. Un paisaje que parece sacado de otro mundo con
grandes laderas y hondos valles.
Y allí, sentado junto a su fuente y contemplando las
umbrías de moles calcáreas, recordé otra leyenda, aquella que nos relata la
laguna que no tiene fondo, comunicada con el mar por corrientes subterráneas y
donde existe un ser que vive en el fondo y devora todo lo que en ella cae.
Leyendas, pinares, yasas, profundidades, paredes graníticas, colores tenebrosos
y aguas con tono oscuro. Carencia de robledales, pero margas adornadas de
majuelos, jaras, romeros y lavandas.
¿Sabes, querido lector, acompañante de mi paseo, donde
está esa fuente, el monasterio, y ese pinar de Yerga? Si vas por los
alrededores de Grávalos, arriba de la plana de la nevera, encontrarás un lugar
verde y profundo como, según dicen, nunca hayas encontrado en el mundo, un
verde como de agua adentro, profundo y claro. Adéntrate en este lugar, hazlo
caminando despacio, cuenta tus pasos en la gran quietud, párate, profundiza en
lo que sientas y no te pierdas, ya estas acogido por el dulce olvido y abrigado
por el silencio de este lugar profundo y encantado, ya eres preso del Miserere,
también del silencio y del verdor. Y, como narra Gustavo Adolfo Bécquer: “El
romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y
después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano
lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de
los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un
profundo silencio”. Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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