Adiós al mes de la tumbona
Adiós al mes de la tumbona
“Volverán las oscuras golondrinas
en tu balcón sus nidos a colgar,
y otra vez con el ala a sus cristales
jugando llamarán”. (Gustavo Adolfo Bécquer)
Les
confesaré que, pasadas las razones o sinrazones de los meses de julio y agosto,
me ha gustado descansar con olor de a hierba fresca que me entraba diariamente
por ese ventanal acristalado que da a la piscina de mi casa norteña. Y, de
nuevo, pasado el calor y los sofocos, he vuelto y aquí estoy para
entretenerles, aburrirles y, quizás, hasta ilustrarles, aunque pienso que esto
hasta puede llegar a ser pretencioso. Retorno para contarles que he vuelto a
recordar, junto a mis nietecillos, mientras estábamos juntados o mientras ellos
jugaban en el jardín de la casa junto a esas hermosas hortensias este verano de
2017.
He
vuelto para contarles aquellas mis vacaciones en las que unas golondrinas
hicieron su nido en aquella viga de la vieja y destartalada casona con grietas
en los aleros del tejado, desconchados en sus grandes y cuarteadas paredes y
hoy en plena decadencia.
Les
he contado cómo esas alegres y radiantes golondrinas, ya apareadas, comenzaron
a pegar con el pico pequeños ajobos de barro en su naciente nido y, terminada
la obra, la golondrina, en una puesta normal, colocó cinco huevos blancos con
motas negras y los dos por turno los incubaron. Era ésta su primera nidada. A
las tres semanas asomaron por el filo del nido cinco polluelos con la boca
siempre abierta que los padres trataban de saciar con al menos 300 viajes al
día trayendo insectos que cazaban en el aire. A uno de los polluelos, al más
débil, en la pelea feroz por la comida lo expulsaron del nido sus hermanos. Una
mañana apareció muerto. Yo, niño, lo enterré con lágrimas bajo la vieja morera
tronchada por un rayo. Días después otro polluelo cayó del nido y en el jardín
hubo otro entierro. Los tres hermanos más fuertes crecieron, un día abandonaron
el hogar, los padres los siguieron alimentando posados en un hilo; los
enseñaron a volar, a cazar y cuando aprendieron la lección, desaparecieron.
Y con estos recuerdos del ayer reaparezco hoy para detallarles
que, hace dos semanas, volví a creer en lo imposible al escuchar, en el ocaso
del día, el rezo a los monjes de Silos. Era la hora de Vísperas y el ciprés se
recortaba en el intenso color añil del cielo y una tenue luz de la iglesia
convertía en sombras los hábitos de los monjes. Y fuera, en el Claustro, junto a los medievales bajorrelieves resonaban esos
cantos evocando los pecados humanos. Y he vuelto para constatar que a las diez
se cerró la verja de la abadía y un espeso silencio invadió la plaza del
monasterio y los cercanos aposentos del castellano Tres Coronas en una noche de
deseada frescura total.
Vuelvo, ya en septiembre, para relatarles que, las vacaciones de
este verano de 2017, además de entremeterme con mis nietecillos en “esas cosas
del yayo”, días pasados estuve un buen rato admirando el ciprés de Silos,
enhiesto surtidor de sombra y sueño que acongoja al cielo. Ahí sigue en una
esquina del claustro, altivo y desafiante, como cuando Gerardo Diego compuso sus inmortales versos.
He vuelto de Silos intentando narrar a los que deseen leerme que
todos mis años y mis horas están condensados en estas vividas jornadas del
monasterio y de sus alrededores, en esa monotonía adormecedora del canto, en
ese carácter de los rezos y en esos perfiles encorvados de los monjes en la
sillería del coro. Y me he dado cuenta de que he vuelto a nacer con las
Vigilias antes de despuntar el alba y hasta he pensado en la muerte con las
Completas en la oscuridad de la noche tras la bendición del abad. ¿Ha merecido
la pena el camino? Aquí lo dejo con esos versos de José García Nieto, escritos
en los libros de portería, y recogidos por Norberto Núñez Mínguez en el libro
titulado El ciprés de los poetas.
“el amante de la
belleza,
entre lo bello
avecindado,
sabe que en Burgos
hay un huerto
todo plantado por
su mano,
donde los ángeles
se enredan
en la locura de
los patios,
donde los ángeles
confunden
lo descendido y lo
elevado”.
Dentro
de muchos años de estas vacaciones los niños, también los mayores, seguro,
recordarán este acontecimiento; será este verano de 2017 en que les he
recordado el cortejo de dos polluelos de golondrina bajo la quebrantada morera
del patio de la resquebrajada casona del pueblo al tiempo que los yayos se
enredaban en la contemplación de un Ciprés y las filigranas románicas del
Claustro que preside. Y el canto de los pájaros en el ferro-agosto de 2017. Y,
también, la salmodia de los benedictinos, rito que marca el comienzo y el
final. Vale.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
Leave a Reply