EL JUEGO-PELOTA
EL JUEGO-PELOTA
En mi
pueblo, cuando uno era niño, no había frontón y sí juego-pelota. Era un frontón
de extraña arquitectura: la pared lateral que el común de los frontones la
tienen al lado izquierdo, el de mi pueblo cosa extraña y original la tenía al lado
derecho; el frontis era la pared trasera de la ermita del Humilladero y carecía
de cuadros al no estar estos pintados sobre el lucido áspero de yeso blanco de
la pared de la derecha, la que daba a la carretera y hoy c/ Elorza
Aristorena.
El juego-pelota
de mi pueblo era un pequeño multiusos que lo mismo servía de confortable plaza
de toros cerrada con carros, que de campito de fútbol donde jugábamos los críos
al salir de la escuela. Su suelo, parte encementado y el resto de tierra
cubierta de yerbajos, también sirvió para andar en bicicleta, jugar al hinque,
a las canicas con su “gua” misterioso, bailar la vulgar trompa o la clásica
peonza y hasta para albergar algún extraño circo venido de Hungría con esos
carromatos de mil colores, con la cabra equilibrista y hasta con ese oso que
bailaba al toque del pandero y que tanto me llamaron siempre la atención.
El juego
pelota de mi pueblo, cuando el buen tiempo se echaba, programaba grandiosos y
recordados partidos los domingos y fiestas de guardar; quedaron en mi memoria
los partidos de los 29 de Junio (San Pedro), 25 de Julio (Santiago) y 15 de
Agosto (Nuestra Señora de la Asunción). Allí, cada tarde festiva, los jugadores
acudían ardorosos. Vestían camisa blanca, brazos remangados y calzaban alpargatas
blancas de cáñamo para bien agarrarse al suelo aunque tosco del juego-pelota. Recuerdo
a los jugadores, casi siempre los mismos: Ángel “el zurzo”; “Franciscazo el
pelotero”; Juanito “el choleja”; Julián “el hijo del tío alguacil” y también Antonio
“el Gaspar o también el picotero”. Más tarde y más reciente aparecieron aquellos mozos de gran
envergadura como fueron Félix “el león”; Basilio “el abañil” y Tomasín, el
recordado y querido “Tata”, que poseía una zurda sensacional y que, cuando
sacaba la lengua y la mordía, le propinaba a la pelota tales monumentales
sopapos que lograba sacarla de la parte encementada del juego-pelota. Y es que
este juego era cosa de hombres.
Recuerdo también
a los “peloteros”, esos que acarreaban las pelotas y cobraban por el uso de
ellas en cada partido lo que se llamaba “cobrar las cuerdas”. A éstos los
recuerdo colocados a la sombra de ese castaño de indias al bode de la carretera
al mismo tiempo que hacían de jueces y el círculo expectante, que se formaba en
torno suyo, formado por chicos y grandes mientras ellos botaban
ceremoniosamente esa pelota, fabricada en casa con tripas de gato, lana de las
ovejas y badana de cabrito. La expectación era enorme y subía si competían los
dos curas: Juan y Julián contra el “Franciscazo” y Antonio “el Gaspar. Todos,
mayores, niños y ancianos salíamos allí de la rutina de la vida rural y de nuestros silencios.
Todos nos sentíamos protagonistas y hasta admirados: los que jugaban por la especial trascendencia del juego y los
que curioseábamos por formar público desde atrás y sentados en esos bancos de
obra. Y allí, con la cara arrebolada, entre la gente, la novia de uno o la que
aspiraba a serlo. Entre la concurrencia, en partidos de especial trascendencia,
todos lo eran, no faltaban los “viejos”, con su boina, su chaqueta de pana
negra y su cachava, sentados en los poyos laterales a la mano izquierda, en
lugar preferente y compartiendo con el vecino la petaca, su picadura y ese librillo de papel de fumar Smoking, Payá, Bambú, Zig-zag o Abadies.
Son recuerdos de otros tiempos, cuando uno, más ellos, aún teníamos cuajo, nos aguantaba
el resuello y respondían las piernas y el corazón. ¡Qué partido, aquellos! ¿Te
acuerdas? ¡Cómo no me voy a acordar! Si eran gloriosas hazañas de nuestra niñez y juventud.
En Grávalos el
juego-pelota era la pared trasera de la ermita del Humilladero, coronado por su
valla metálica y el campanillo ermitaño y sin veleta. Siempre lo llamamos
juego-pelota y nunca “juego de la pelota”, que habría sonado a cursilada imperdonable;
el frontón era el juego-pelota simplemente, sin preposición ni más adornos. En
mi infancia siempre fue el deporte-rey. Allí pasábamos los niños, jugando a la
pelota, las horas muertas, antes de que llegara el fútbol e improvisáramos
campos en las eras con piedras como coseras sirviendo de porterías. Allí el
juego-pelota era tan imprescindible como la iglesia, la escuela, la fuente o
los jardines del balneario. Siempre fue vestigio de nuestra cultura rural, ahora
decadente o renaciente, que uno ya no sabe en qué ente se encuentra.
Recuerda La Medusa tiempos, afortunadamente ya pasados,
en los que el juego-pelota fué espacio solitario y sucio, luciendo en sus dos solitarias
paredes, como vestigio de otros tiempos, con grandes letras, un tanto pálidas aquello de:
“¡Vivan los quintos del 64!”.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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