La Morcilla
“Coma en dorada vajilla
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
el Príncipe mil cuidados,
como píldoras dorados;
que yo en mi pobre mesilla
quiero más una morcilla
que en el asador reviente,
y ríase la gente”.
(Góngora)
Se había
quedado La Medusa orando a San Martín al tiempo que trataba de asar, para la
recua, unos pellejos del cerdo sacrificado, socarrado y ya descuartizado y es
que, después del sacrificio y del
socarrado de su piel, eso era el preámbulo dentro del complejo ritual de la
matanza.
La piel del
animal había quedado raspada y el
matachín, le tocaba de nuevo actuar, la había dejado lampiña y rosada. “El
Artolas” tenía la grandiosa misión de abrir ahora al cerdo en canal,
recorriendo con el afiladísimo corte de su cuchillo toda la extensión
estomacal, desde el cuello hasta las patas traseras, con cuidado de no
seccionar el esófago para evitar molestas regurgitaciones. La abuela recogía
sobre un barreño el paquete intestinal, que se utilizaría después para rellenar
las morcillas y chorizos, una vez limpiadas las tripas con esmero. A
continuación, según se lo iba entregando “el Artolas”, sumo sacerdote de la
ceremonia, una de las mondongueras, siempre eran las mismas, recogía, tratando
de envolverlo en un paño blanco, el hígado del cerdo que, poco después, sería asado,
guisado y revuelto con la sangrecilla, aderezada esta con pimientos rojos,
cebolla y ajos para inmediatamente saborearlo en y por la cuadrilla, mientras
aún la carne del animal estaba caliente. Previamente, el matarife había
entregado unas pequeñas porciones-muestras- al veterinario para que analizase su
estado sanitario y asegurarse de que la ingestión de los lomos y jamones del
cerdo no produjeran mal alguno. ¡Maldita triquinosis! Para entonces los hombres
ya habían enganchado con una estaca la jeta del marrano izándolo, fuera del
alcance de los gatos familiares, para orearlo y dejarlo secar hasta la mañana
siguiente.
Resuelta la
faena, todo eran felicitaciones. En poco, casi en un plis plas, la matanza había
sido consumada. El trajín se trasladaba ahora a la cocina, donde las hijas y
nueras de la abuela se afanaban en mezclar el bodrio para el relleno de la
morcilla: picaban las chinchorras de manteca y papada del cerdo para volcarlas
sobre una gran gamella donde reposaba la cebolla, en el caso de que la llevara,
el azúcar y la canela para mezclarlo todo en dicha artesa en la que ya estaba
preparada la sangre con el pan y el arroz, cocido con unas horas de antelación.
Se probaba la mezcolanza del bodrio y, si estaba en su punto, ya podía ser
embutido, a través de un pequeño embudo situado en la morcillera, en los
intestinos del cerdo.
La cordada,
generalmente con lotes de seis morcillas se cocía en una de esas grandiosas calderas
de cobre y lo que nunca se me explicó el por qué, de vez en cuando, se les
acariciaba con una gran hoja de berza. Sacadas de la caldera, y antes de
colgarlas en lo alto del granero, se las dejaba sudar abrigadas por el
cernadero para después poder ser consumidas.
Y ¡hala!, a cumplir con esa tradición tan antigua como la matanza, esa
que ordena realizar un reparto entre los familiares: dar el plato en el que
viajaban morcillas, carnes de lo más variadas y huesos del animal. Debo decir
que esta ley tácita llevaba o lleva implícito el intercambio y la devolución de
la ofrenda.
¡Afortunada
morcilla! ¡Afortunados estómagos de jerarcas, menestrales, literatos,
oficinistas, labriegos y maleantes, pícaros, sabios y analfabetos que convivieron
y conviven en el yantar con la enjundia de la morcilla.
La Medusa
hoy se despide diciendo que, del consabido puerco, todo es aprovechable y apto
para el engullimiento de chorizo y de tocino, de untuosos costillares, de
orejas, rabos y patas. Y es que el cerdo, con perdón y sin perdón, es el padre
de todo esto y más de la morcilla. Ya se sabe que, siendo bueno el padre, la
progenie no puede ser mala. Amen.
Mas
di: ¿no adoras y precias
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.
la morcilla ilustre y rica?
¡Cómo la traidora pica!
Tal debe tener especias.
¡Qué
llena está de piñones!
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
hechas a cebar lechones. (Baltasar de Alcázar: el poeta gastrónomo)
Morcilla de cortesanos,
y asada por esas manos
hechas a cebar lechones. (Baltasar de Alcázar: el poeta gastrónomo)
Lo próximo será la receta de: y para postre... Morcillas dulces. Estamos
en tiempo de ello.
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright
©
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