miércoles, 9 de enero de 2019 in

“¡Ojú, qué frío… Ojú, qué alegría...!”




“¡Ojú, qué frío… Ojú, qué alegría...!”



La nieve. En el mesón al campo abierto
se ve el hogar donde la leña humea
y la olla al hervir borbollonea.


El cierzo corre por el campo yerto,
alborotando en blancos torbellinos
la nieve silenciosa.

La nieve sobre el campo y los caminos,
cayendo está como sobre una fosa.
(Antonio Machado; Campos de Castilla)

Anuncian para los próximos días grandes nevadas y grandes heladas, Así será. Lo acabo de experimentar días atrás en un viaje placentero a Burgos a comer con mi señora y un matrimonio amigo en el Ojeda, ese santuario de la cocina tradicional burgalesa, unas riquísimas viandas acompañadas con un cuarto delantero de cordero lechal, símbolo y arquetipo de la paz. Y paz y sosiego nos prestaron después de asado, degustado y bien regado con un excelente Rioja.

La comida fue una continua exclamación, bien reflexionada, que nos dejó José Hierro en aquellos versos recios, con tanta fuerza de hombre, que pintaron nada menos que el frío en los huesos de los andaluces, del hambre de los andaluces y de las penas de los andaluces. Paseando por El Espolón después de comer y camino del coche, con las manos en los bolsillos y el triunfo en el cuerpo y en el alma recordé uno de sus poemas de aquellas lejanas lecturas. Poema de solo cinco palabras que hoy me sirven de titular y que más tarde fueron fiel reflejo del premio Cervantes.  En sólo cinco palabras, José Hierro daba la descripción de la triste alegría de todo un pueblo: “Los andaluces, ojú, qué frío...” No qué terrible frío, que hondo frío el de España, sino una sola exclamación: “ojú, que frío...”

En aquella mañana castellana de frío me llegó la alegría de aquel Pepe Hierro del "ojú, qué frío" para describir el invierno castellano y recordar el rastro que deja el zorro sobre la nieve. Y es que en estos días las tierras de lo que fue Castilla La Vieja se preparan para dormir un sueño de muerte, para que crujan, bajo las pisadas, los charcos helados del páramo, tiemble desnudo el roble y el cielo se derrumbe sobre el sotobosque.

Siento que el tiempo se ha parado, pero soy consciente de que las agujas del reloj corren. Todo está detenido, en suspenso. Las casas parecen haberse acoplado al paisaje. Un carro abandonado en el camino semeja un esqueleto varado. Sólo el humo gris de las chimeneas revela algún signo de vida. Todavía el canto del zorzal no ha roto ese silencio espeso mientras las viejas cuchichean en las cocinas y los hombres juegan a la brisca en el bar. Y la luz se filtra por los ventanucos mientras la larga noche comienza su interminable recorrido.

Pienso en mi pueblo e intuyo que sus piedras continúan heladas, los lechos fríos y los desvanes y corazones solitarios. Me adentro en la iglesia de La Antigua y una mujer con velo reza en un rincón del templo mientras los cirios arden en la oscuridad. Hay un ligero olor a incienso y serrín que eleva mi alma hacia el paraíso en el momento en el que los vitrales reflejan el último destello de la tarde.

Recuerdo a las caballerías recogiéndose en la cuadra, los conejos dormitando en sus madrigueras, las serpientes mudando de piel. Y los hombres intentando acoplarse a los ritos de sus padres, que son los mismos que los de sus abuelos.

Es invierno, nieva y sólo los monjes entonan la salmodia de sus rezos junto a un claustro donde el ciprés enhiesto resiste impávido el curso del tiempo. Los campos están yermos, las colinas desoladas, los altozanos baldíos y los plantíos en barbecho. Ya no se escuchan los ecos de un pasado épico donde el acero rebotaba en los yelmos y los escudos. Sólo el susurro del viento evoca aquel tiempo de caballeros y princesas venidas de un lejano país del norte.

Esta, aun siendo invierno y estar vestida de blanco, ¡qué deleite!, es tierra de grandes ríos, de catedrales, de héroes y de mártires, de vanos empeños y de sueños frustrados. Mi tierra, ¡qué complacencia!, duerme como el invierno en un letargo del que tal vez jamás despertará como esos reyes que descansan en sepulcros de alabastro. Descansa para siempre de un pasado imperial que labró su ruina, pero que proyectó su legado a lo largo del mundo.

Torreones, murallas, castillos, piedras abandonadas que guardan secretos inviolables. Hazañas lejanas, olvidadas, doncellas vírgenes, suspiros congelados en el aire, vanas esperanzas de glorias que nunca llegarán. Aquí, en los primeros fríos heladores, hay tanto pasado que se ahoga el presente. Vale

En torno al fuego hay un lugar vacío

y en la frente del viejo, de hosco ceño,

como un tachón sombrío

tal el golpe de un hacha sobre un leño.



La vieja mira al campo, cual si oyera

pasos sobre la nieve. Nadie pasa.



 
Texto y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©

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