El dulzor del “Mirador de los almendros”
El dulzor del “Mirador de los almendros”
“Por
una senda van los hortelanos,
que
es la sagrada hora del regreso,
con
la sangre injuriada por el peso
de
inviernos, primaveras y veranos.
Vienen
de los esfuerzos sobrehumanos
y
van a la canción, y van al beso,
y
van dejando por el aire impreso
un
olor de herramientas y de manos”. (Miguel Hernández)
Y
hoy, cuando la primavera ya está aquí, va y me pregunto, ¿de dónde esa
fascinación tan fuerte que, año tras año, me empuja a la soledad de los campos,
hasta arrojarme -literalmente- en los brazos de los almendros en flor? ¿Qué es
lo que me comunica ese árbol en su efímera floración, que tanto poder tiene
sobre mi espíritu inquieto y sobre mi palabra sedienta de belleza?
Los
almendros en flor han sido una de las “excusas” que han utilizado muchos
artistas para retratar la delicadeza, la fragilidad y la fugacidad del alma
humana. Y yo quiero hoy recrearme con algunos textos y poemas que me transmiten
esa sensación de belleza mágica, festiva y efímera visitando estos días los
almendros gravaleños en flor.
No
es una pedantería recordar que entre los griegos la almendra estrujada se
comparaba a la eyaculación fálica de Zeus en cuanto potencia creadora. Nos
cuenta Pausanias que, en el curso de un sueño, Zeus perdió su semen que cayó a
tierra. Surgió de él un ser hermafrodita, Agdistis, al que Dionisio hizo
castrar. De sus partes genitales caídas al suelo creció un almendro. Un fruto
de este árbol dejó encintada a la hija del dios-río, Sangarios, que lo había
colocado sobre su seno.
Y ahí
me planto, sentado en el mirador de los almendros ante esas sinuosas laderas
alfombradas y cultivos de allozos agarrados a las pendientes montañosas. Son día
de fiesta de singular belleza, días de floración, tiempo transitorio, a medio camino
entre el invierno y la primavera, ofrece las primeras panorámicas de vida
floral en los montes y hoyadas gravaleñas. Son primogénitas manifestaciones,
las más agradecidas, las más valoradas, las que brillan más en los últimos días
invernizos de tonalidades todavía grises. Es ese adelanto primaveral capaz de
mostrar esos campos nevados de pequeños copos blancos y rosados posados sobre
almendros, endrinos, melocotoneros, albaricoqueros, ciruelos y, también, algún desperdigado
y solitario cerezo. Son primigenios pétalos aferrados a unas ramas, todavía
desnudas, que antes de poblarse de hojas ya lanzan sus inflorescencias a una
dura intemperie.
Y
ante esta contemplación intento comprender estos espacios llamados de los Pedrugales,
Valdejuelos, Cabañuelas y la Palancona, en los que se transforma el áspero
paisaje castellano en una estampa de olivos, vides y frutales escalonados en
las bruscas pendientes de las laderas, guarnecidas, como protección natural,
por esas profundas gargantas por las que sobrevuela alguna cigüeña negra en uno
de sus últimos reductos, y donde las águilas, buitres y halcones anidan, y todo
verdeando al resguardo de un clima algo
más dócil que el de la meseta y por donde aún triscan las cabras en los pastos
escarpados, y las ovejas mordisquean las dehesas entre encinas, alcornoques y
fresnos, y agarrándose al monte bajo.
Y sigo
en mi avanzar y atrás dejo tramos costeros de perfiles pétreos, cuevas horadadas
en la roca donde hasta las aves buscan la sonrisa contemplando como el
agricultor se sienta a la sombra de alguna solitaria higuera soñando con esa
tierra suya donde habitan los murciélagos y los lagartos trepan por los
tapiales con sus patitas de ventosa. Y sigo haciendo el camino en dirección a
Hongañón, observando y esquivando barrancos adornados por almendros, alguna
higuera, sueltas y esparcidas vides y ese perdido olivo que conforma esa
aplanada orografía que muestra cortadas lajas de pizarra brillantes con la luz
del sol. Son lugares tan hermosos que hasta pudor me ha dado volver a
descubrirlos y es que son lugares pensados por la naturaleza para celebrar
ritos mágicos, como se hace al otro lado de la ladera haciendo resonar el
becqueriano “Miserere de Yerga” a la luz de la luna en las cercanas noches de
San Juan.
Marcho
hacia el sur donde, en los bancales, ya han roto todas las flores de las
infinitas almendreras y donde el silencio se adentra sobrecogedor por el cañón del
Molino donde al forastero del pueblo le parece que el tiempo no es el que su
reloj conoce.
Y
quedo aquí en la umbría de las peñas gravaleñas, ya hacia el mediodía, donde la
luz proyecta distintos colores a lo largo del día en las escamas de esos cerros
escarpados que adornan el perfil abrupto e imperfecto de este pedazo de altas
tierras donde huele, cuando los días son claros y sopla el cierzo, a tomillo y
romero, a té de peña y manzanilla de prado húmedo, y a miel de almendro que es
sonrisa de abeja cuando se convierte, es la marcona, en almendra frita, delicia culinaria que acompaña a la mollera, a
la lecha, a los letones, al atún, a la gamba roja, la hueva, la mojama, la
almendra frita típica de mediterránea costa.
Y por
estos andurriales, benditos andurriales, he echado unos días contemplando
paisajes que despiertan las iras de unos y las bendiciones de otros. Son peñas,
peña Herrera y Redonda que ocultan fantasmagorías y lugares aptos para poder ser
enterrados bajo un almendro. Vale.
¡CÓMO zumban las abejas
sobre la flor del almendro!
Pululan, bajo el sol de la mañana,
buscando mieles a enero.
Zumban... Zumban... Su zumbido
hace más hondo el silencio,
y hace más pura la flor
¡y más libre! del
almendro.
Apenas se ve su vuelo
-zumban...,
zumban...- confundidas
con la luz alba en
el viento.
Son de miel y son de oro
sobre la flor del almendro,
y son de música
alzada
y de corazón
sediento.
Zumban... Zumban... ¡Cómo zumban
buscando dulzor inédito!
(López Baeza)
Texto
y fotografías La Medusa Paca. Copyright ©
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