Como si el viaje hubiese sido a Ítaca
Como si el viaje hubiese sido a Ítaca
“Cuando
emprendas tu viaje a Itaca
pide
que el camino sea largo,
lleno
de aventuras, lleno de experiencias.
No
temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni
al colérico Poseidón,
seres
tales jamás hallarás en tu camino…//
Ni
a los lestrigones ni a los cíclopes
ni
al salvaje Poseidón encontrarás,
si
no los llevas dentro de tu alma,
si
no los yergue tu alma ante ti”. (Itaca, Kavafis)
Y así fue, cumplimos los consejos
de Kavafis. Viajar no es solo desplazarse de un punto A a otro B. Y así fue y
le hicimos caso a Constantino porque lo importante es el camino y lo que
aprendemos mientras lo recorremos.
Y así fue porque al emprender
nuestro viaje por tierras de Cuevas de Almanzora, Palomares, Villaricos y
detenernos en el chiringuito Mao nos vino a la memoria la descripción de Juan
Goytisolo en su libro Campos de Mijar: “donde Almería se extiende al pie de una
asolada paramera cuyos pliegues imitan, desde lejos, el oleaje de un mar
petrificado y albarizo”. Y fue allí donde llegamos a entender la vida como un
viaje.
Ciertamente el viaje, como relata
el poeta constantinopolitano, fue de recorrido largo, con alguna aventura y
alguna experiencia gratificante para llenar el morral. Todo él estuvo envuelto
en esa nube itacense que llegó a revestir todo ese lejano Este andaluz, a lo
largo de su centenar de kilómetros costeros. Tan cinematográficos. Tan
fascinadores por sus desérticos paisajes. Todo él como una geoda ciclópea,
caletas fotogénicas y semicirculares en los que la Naturaleza ha excavado a su
capricho presuntuoso ese su paisaje de arenisca. Nos impresionaron esas cuevas
artificiales protegidas con rejería para evitar hoy usos insalubres. Sus aguas cristalinas.
Los niños chapoteando en las pozas donde se “cocía” -remojaba- el esparto. Y a
uno y otro lado de los mojones, Almería y Murcia. Alguna torre-almenara y esas
calas capaces de combatir las mayores arideces.
Y allí rodeado de tierras
volcánicas, negras, esas que dicen esconder todavía en esos terrenos que fueron
labrados y regados, el lugar donde midieron el suelo las cuatro bombas
termonucleares -65 veces más destructivas que las de Hiroshima-, mezcladas con
una lluvia de pedazos de los fuselajes de ambos aviones, en llamas tras
empaparse del combustible derramado por la aeronave nodriza y ahora sepultados
bajo medio metro de tierra descontaminada, donde llegaron a enterrarse
cantidades indeterminadas en un pozo construido al efecto con un índice de
radiación medio.
Y allí fue, en la playa de
Quitapellejos, bonito nombre para tal circunstancia, donde nos dicen se bañó
Don Manuel Fraga Iribarne, en un alarde de descontaminación por aquello de la
bomba, donde hoy como refugio de penados se nos muestra para divertimento el
chiringuito-discoteca Mao, olvidadizo de la radiación y como deseando
esconderse en medio de una micro-selva inspirada en los viajes que el
propietario pudo realizar por esos kilómetros de costa y copiar modelo. Es esta
playa de Quitapellejos una playa aislada, compuesta de restos de arena-grava
que suele mezclarse con flamboyanes, tulipanes, y hasta una barca de época
cargada con frutas evocando un mercado flotante. Obras de arte exóticas. Sonido
de agua. Un papagayo. Tumbonas de mil colores con mesitas propias para tomar
piñas coladas y algún que otro mojito. Tenderetes de venta de ropa y, al fondo,
los restos de una torre almenara, útil antaño para precaverse de Barbarrojas y
Cachidiablos desde la cual los torreros pudieron encender hogueras o lanzar
humadas en señal de peligro, cuando los malos arribaban de noche y
desembarcaban al alba. Y cuando la caballería acudía presta tras el toque de
rebato y el bandidaje ya se había consumado. Eran los tiempos del XVI y XVII
cuando dormir a orillas del Mediterráneo conllevaba un riesgo innegable de
despertar cautivo en Berbería. Piensan los viajeros que más que torre debió de
ser todo un fortín defensor de la almadraba. No en vano tenía que evitar, a ras
de mar y carente de defensas naturales, las aguadas de los buques corsarios
casi a nivel del mar.
Y al final, contemplando las
infinitas caravanas allí aparcadas, reflexionamos sobre esa mucha concurrencia
cansada o aburrida con su vida, instalada aquí para romper con todo, conocer
nuevos sitios, vivir nuevas experiencias, ver cómo vive otra gente y descubrir
qué se esconde más allá del horizonte. Vale.
uTexto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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