Bucólica descripción
Bucólica descripción
“En las vibraciones rápidas, como quejidos,
creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante: - ¡Adiós,
Rosa! ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Pinín!” (Leopoldo Alas “Clarín”)
Estimados lectores, no
impacientarse hoy con lo que aquí les voy a narrar. Todo es producto de la
fantasía, pudo no existir y ser pura coincidencia, o no…, como cualquier
parecido con la realidad.
Ya sé es un sueño. Deténganse a
contemplar su fotografía. Ahí están las ocho. No se las han devuelto a mi
agricultor y no ha podido ponerles nombres. Recuerda que una se llamaba Careta.
No importa. Mi agricultor se fue acostumbrando a lo largo de su vida a que no le
devolviesen nada, absolutamente nada, incluso lo que le perteneció. Todo lo
hizo con su sudor, con el sudor de su frente, también el de su sufrida mujer, y
hasta llegó a soñar con una gran piara. Se lo impidieron, no fuese a superar el
rebaño ese gran rebaño propiedad de los falsos donantes prometedores. Es cierto
que todo lo anterior fue un cuento como aquel que ahora recuerdo. Ese que
Leopoldo Alas publicó, a finales del siglo XIX, y tituló “¡Adiós Cordera!”, en
el que no se refería a los corderos y a sus madres, como los de la fotografía o
parecidos, sino a esa Cordera que era una vaca. ¡Qué más da!
Mi agricultor, como si esto
fuesen escenas de la posguerra, que lo son, recuerda cuando caminaba junto
a su hambre, con tapabocas, por las escarchas y los nevazos sollozando por la
carencia de ternura y privación de sensibilidad cuando el matriarcado, en el
trasfondo de aquel tiempo, nos asustaba a tantos y se presentaba como
espiritualidad fraternal, un tanto fútil, donde la casa, la gran casa, encarnando
algún que otro vicio, quería demostrarnos y hasta presentarnos que el campo y
las grandes familias encarnadas en esa mini-población rural atesoraban todas
las virtudes. Mi agricultor nunca vio esas virtudes y hasta llegó a caer y
creer en un maniqueísmo específico que le condujo a saber, nada había más
sencillo para él, dónde estaban los buenos y donde los malos, hasta que supo
deslindarlos entre esos agricultores, dueños de muchas tierras, latifundistas y
hasta “señores” de todo el padrón.
Constata mi agricultor, que, aún
hoy, todavía perdura el maniqueísmo y no es infrecuente verlo asido en esos herederos que se
vanaglorian de ser habitantes de la ciudad, donde se dispone de teatros,
orquestas sinfónicas, museos y una intensa vida cultural, que jamás se
acercaron ni se acercan a ella. Mi agricultor prefiere no fanfarronear y
quedarse en la serenidad y en su sosiego pastoril donde parece que nada malo
puede suceder hasta que, un día, en ese aparente paraíso, salga algún fulano
capaz de realizar alguna fechoría, pero, ¡por favor!, que no sea como aquella
de Bodas de Sangre.
Sepan todos aquellos que, en la
ciudad, además de cultura no cultivada, hay marginación, carteristas, okupas,
ladrones, revientalunas, cocaimanos y traficantes y hasta algún recurrente al
utilitario coche amarillo para transportar sus enseres y esconderlos en esa
caja de caudales camuflada en un armario de esa casa de hospedaje como escondrijo
de algo paradisíaco donde en alguna ocasión tuvieron que recurrir a tintar el
ganado para evitar que se lo llevasen. Me hubiera gustado preguntar al
litigante conductor del coche amarillo, aunque sus aficiones rurales no se
encuadren en un entusiasmo descriptible, si aun teniendo un utilitario coche
amarillo puede informarnos en vivo y en directo si en esos celestiales lugares apostaderos
existían corderos azules, vacas rojas y cosas así diluidos y mezclados entre
los colores de la ropa.
Mi agricultor, no hace muchos
días, se topó, aunque él no lo reconoció, cuando caminaba por un sendero con un
fulano portando sobre sus hombros un níveo corderito que denunciaba ser el
dueño o el ladrón, pero eso lo sabremos otro día. Lo que si es cierto es que
los ladrones no suelen diferenciar entre el campo y la ciudad, y que su sentido
de lo bucólico se basa en el botín.
“¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera!
Con qué odio miraba Rosa la vía
manchada de carbones apagados; con qué ira los alambres del telégrafo. ¡Oh!
bien hacía la Cordera en no acercarse.
Aquello era el mundo, lo desconocido, que se lo llevaba todo. Y sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza sobre el
palo clavado como un pendón en la punta del Somonte. El viento cantaba en las entrañas del pino
seco su canción metálica. Ahora ya lo comprendía Rosa. Era canción de lágrimas,
de abandono, de soledad, de muerte. En las vibraciones rápidas, como quejidos,
creía oír, muy lejana, la voz que sollozaba por la vía adelante:
¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Pinín! ¡Adiós,
níveo corderito! Y recuerda que "cualquier parecido a la realidad es pura
coincidencia". Vale.
PD. Mi agricultor, cuando ya el sueño de sus recuerdos
había llegado al final, constató que aquella piscina, alberca o pileta que, en
tiempos, dicen las arpías, pudo ser llenada con papel de curso legal hoy ha
sido sepultada con despojos de casas de abolengo, derruidas y hasta, en tiempos
pasados, despreciadas. Vale, ahora sí.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
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