Mayo: mes de romerías, patios, cruces y huertos
Mayo: mes de romerías, patios, cruces y huertos
“Al amparo de mi huerto
una sola flor crecía:
Flor de Mayo, y se me
ha muerto...
Yo la quise, ¡pero Dios
no lo quería!” (Amado Nervo)
Es este mes de mayo mes de romerías, un mes sonoro,
popular y multitudinario, mes de patios y de huertos, también de cruces, que
viene cargado de flores donde el poeta pinta la luz de los cerezos:
Esta tarde, la luz
la traen los cerezos florecidos.
Una luz blanca, incandescente,
que estrena primavera en el entorno.
Y
que otras veces el romero vendrá vestido con túnica negra sujeta por cordón, con
cabeza cubierta con negra caperuza y sobre sus espaldas la cruz de madera entre
cantos propios de cada pueblo y donde hasta las chicharras se apuntan al rezo
del rosario. Siempre me impresionaron los penitentes caminando entre las
piedras doradas, revestidos de siglos pasados, junto a quienes los precedieron,
penitentes a fuer de hombres, con la esperanza verdecida como cristianos del
común:
“Vida y dulzura, esperanza nuestra, Dios te salve”.
Y
al fondo, cuando el crepúsculo cambia la luz y baja la luz y sube el sonido, siempre
pensé en el cambio de todas las tonalidades rurales, al tiempo que ululan los
cárabos, rechinan las lechuzas, ronronean
las grises chotacabras, estridulan los grillos...Y, más arriba, ladra, rotundo,
un corzo. Y, como cada tarde por estas fechas, un par de patos azulones llegan
volando desde el tremedal en busca de tranquilidad en este espacio perdido
salitroso.
Y
otras veces siempre estará en el recuerdo de esos libros que tengo siempre a
mano, fundamentalmente el de las poesías completas del gran fray Luis de León, con
sus musicales odas de oro, empezando por la dedicada a la vida retirada. Difícilmente
puedo encontrar mejor reclamo que este delicioso poema, que recoge y mejora la
herencia de Horacio, para los que amamos el campo y soñamos con el pueblo,
aunque sea románticamente. Yo acostumbro a refugiarme en él cuando el agobio y
el estrépito de la ciudad y su servidumbre me envuelven y acongojan. Aquí
vienen hoy al pelo:
¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!
¡O monte, o fuente, o río!
¡O secreto seguro, deleitoso!,
Roto casi el navío
a vuestro almo reposo,
huyo de aqueste mar tempestuoso.
Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.
Vivir quiero conmigo;
gozar quiero del bien que devo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanças, de rezelo.
Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera,
de bella flor cubierto,
ya muestra en esperança el fruto cierto.
Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura;
y luego, sossegada,
el passo entre los árboles torciendo,
el suelo, de passada,
de verdura vistiendo,
y con diversas flores va esparciendo.
El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruido
que del oro y del cetro pone olvido.
A la sombra tendido,
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
Hoy esto me viene al pelo porque en el pueblo, en el
mío, estos días de mayo, pasados ya los fríos y nacidos los tardíos, pienso ya
se están ocupando de las tareas de las huertas en Fonsorda, Fompodrida,
Estrechuelo…Aunque, ahora, sé que aquellos huertos están cubiertos de zarzas y
maleza, llecos, abandonados e irreconocibles. Pero me consuela que, aunque
pequeños, sean familiares y estén a un paso de la casa. Todavía recuerdo, cuando
el abandono no existía, llegar hasta la entrada de la casa esos cestos cargados
de plantas y fajos de coletas, de las moradas plantas de la col, que en mi
pueblo pienso, siguen llamándose berza, siempre de los viveros de Calahorra,
Arnedo y hasta de Cervera del Río Alhama. Y aquellos manojos de lechuguinos,
propios de aquellas lechugas redondas, sabrosas e inolvidables. Y los haces de
cebollinos, tomates y pimienta, útiles para plantar siempre a la puesta de sol.
Y aquellas patatas de siembra, seleccionadas y traídas de las tierras frías. Y
aquellas simientes de alubias y caparrones para sembrar en hoyos y, en su
brotar, trepar por las altas varas hincadas junto al hoyo. Y…aquellos mulos y burros transportando por
las estrechas sendas y no muy amplios caminos serones de ciemo de la cuadra y
de corral de oveja que, aun humeantes, se depositaban en montones simétricos
sobre la tierra del huerto. Y cómo extraños sonidos metían mi corazón asustado
en un puño cuando, en alguna ocasión, me mandaban a regar, después de cuidar el
agua, de escaso y valioso caudal y yo cumplía. Vale.
A la sombra tendido,
de yedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.
Texto y fotos, excepto
la de nuestra Señora, La Medusa. Copyright ©
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