Los tremedales de la Naturaleza: “Abril el de los chasquillos mil”
Los tremedales de la Naturaleza: “Abril el de los chasquillos
mil”
“Puede ser muy efectivo sentarse a ver discurrir las aguas”. (R. Margalef)
Leo que a Capote le dictaban las nubes y a Borges se
le ocurrían las frases en la bañera. Y Ramón Margalef reconocía la influencia
del agua en la claridad de pensar y yo, al socaire de temporales, deseo hoy,
como mi agricultor, pensar mientras recuerdo la tierra encharcada, al ganado
dejando huellas en el barro alargadas como sombras y a esa lluvia acabando de mojar
los terrones que dejó el topo sobre la yerba, sintiendo cómo la realidad de mis
pies sobre la tierra se afina y recordando como ya pasó ese cielo que no hace
demasiado estaba por encima agujereado de nubes y hoy está iluminado de
estrellas mientras, en el suelo, ya no hay topos que deseen estar solo en
invierno y a oscuras. Eso ya pasó.
Ahora que ya compruebo que la primavera se ha asentado
hasta que llegue el tiempo de desaparecer allá con el estío, me doy cuenta que
el frío, la nieve, el deshielo y, fundamentalmente la lluvia, caída en el
pasado mes de marzo, ha dejado los campos como una tolla o más como un
tremedal. Donde todo se está moviendo al pisarlo. Y hasta todo retemblaba
cuando anduve sobre él. Todo el terreno está húmedo y es un humedal. Toda La
Rioja, desde la llamada alta, hasta la configurada como baja, se ha mostrado
como un terreno pantanoso, abundante en turba, cubierto de césped y con muy
poca consistencia. Ahora, antes de pasearme por los secarrales mediterráneos,
no hago otra cosa que pensar en esos terrenos anegados, esas praderas en los
claros del bosque y de los sotos donde todo está encharcado porque el suelo ha
recibido más agua de la que es capaz de evacuar.
Todo es una esponja empapada. Todas las tollas son una
charca. Todos los prados son hozaduras de corzos y jabalíes. Todo se nos
muestra como pisoteado por el ganado. Allí la hierba es todo un barrizal, un
mosaico de charcos y huellas inundadas. Estos tremedales a la orilla del Ebro,
Cidacos y Alhama y en los nacederos del Iregua son mundos donde han coincidido:
agua, sotos y bosques en esos pocos kilómetros que configuran el perímetro de
La Rioja.
Estos tremedales, islas de aguas someras y barro
rodeados por mares de robles, pinos, hayas, chopos, álamos y abedules se encuentran
y los hemos podido contemplar en las altura y riberas de los siete valles
riojanos, que en las próximas noches de luna creciente de abril serán
templados.
Todas estas tollas me han recordado esos momentos
álgidos para esos conciertos, urdidos por concertinos y orquestados desde las
balsas artificiales de mi pueblo por esos anfibios anuros de cuerpo rechoncho y
robusto, llamados sapos, y esos otros batracios, también anuros, de unos ocho a
quince centímetros de largo, con el dorso de color verdoso manchado de oscuro,
verde, pardo, con abdomen blanco, boca con dientes y pupila redonda o en forma
de rendija vertical, clasificados como ranas. En mi niñez los oía a lo lejos de
esa balsa llamada del Calvario, situada a las orillas del barranco, o en esas
otras más lejanas del término de Fonsorda. Los llegué a escuchar a intervalos
regulares que aunque me parecían una multitud, se trataba de sólo dos o tres
voces de unas diminutas ranitas, croando con ganas y tratando de competir por
ver cuál de ellas tenía la voz más rota. Es de mi memoria que la función duraba
muy poco y, cuando callaban, dejaban espacio para oír el fondo de la noche, que
en mi pueblo, distaba, según mi memoria, de estar silenciosa.
Y aquí, en el profundo silencio del Mar Menor, quedo
con mi propio sosiego recordando, más que el costumbrismo, la observación
meticulosa de las vidas humanas, los trabajos y las ensoñaciones de la gente
común con ese oído tan exacto para los nombres de las cosas, de los animales y
las plantas, que Miguel Delibes convertía en una oración funeraria y lo
mostraba como una observación meticulosa de los trabajos y las ensoñaciones de
la gente común, fundamentalmente, cuando escribía sobre el campo, y el campo no era
esa antigualla bochornosa de aquellos que aspiraban a ambientar sus novelas en
las grandes metrópolis internacionales. Aquí me avengo a recordar que el
algodón ya está recogido, antes de que hiciera buenas migas con el agua. Los
campos no hace mucho se inundaron, pareciendo lagos y no tierras, donde se
asentaron a remover el barro unas avefrías que han llegaron con la lluvia.
Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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