Flamencos en el Mar Menor
Flamencos en el Mar Menor
Hoy me he estacionado en las lagunas, en ese sueño de
arena y salitre, islotes y viento. Aquí ya es casi primavera, o sin casi ya es
primavera. Es la primavera del Mar Menor: luminosa, salina, azul por los costillares
y viva como el color de la retama. Atrás quedaron el otoño y el invierno llenos
de crespúsculos almagres vestidos de silencios y melancolías. Estoy en las
salinas de San Pedro del Pinatar: 800 hectáreas de anhelos de un deseo, mar
calma, aura pálida en el que se mezclan humedales, ecosistemas terrestres y
acuáticos y donde veo convivir diversidad de especies de animales y plantas.
Son estanques salineros para que el agua se evapore y cristalice la sal. Son
charcas naturales y marismas reguardadas por esas dunas cosidas con los hilos
de su propia vegetación arenícola y fuertemente adornadas por esos troncos de
pinos retorcidos al socaire de los vientos del Levante.
Me he situado en La Llana, en la Punta de Algas, sentado
en un escull saliente para contemplar cómo los canales naturales de poca
profundidad vuelcan las aguas del Mar Menor hacia esa especie de aeropuerto
intermedio para miles de aves migratorias que allí, tierra ganada al mar, en
esa lengua que se derrama fuera de la costa, en un urdimbre entramado de cauces, cuadros y caminos aterrizan
en una pista irregular. Y allí, con los pies en la tierra, donde todo se
convierte en un laberinto de canales, encañizadas, fango y agua salobre he
encontrado a unos turistas ocasionales, los más famosos, por su envergadura y,
sobre todo, por su llamativa indumentaria. Son los flamencos rosados,
especialistas en meter sus patas rosadas en las salmueras de los saladares que,
en bandadas de cientos, cubren las charcas de un llamativo tapiz rosáceo.
Estoy en las salinas de San Pedro, en el extremo norte
de la laguna en una mañana fría, ventosa, a veces lluviosa y soleada de
invierno, donde el Mediterráneo, muy cercano, brama con fuerza. Unos cientos de
flamencos dormitan, con el pico bajo el ala. Rosáceos y grises, adultos y
jóvenes sestean juntos. Posiblemente la mayor parte de ellos haya pasado la
noche alimentándose por los alrededores, filtrando los limos ricos en
nutrientes con su pico invertido, diseñado para funcionar cabeza abajo, y
aprovechando las horas más luminosas para descansar. El flamenco, en muchos
aspectos, parece ir siempre a la contra. Pero por la periferia del grupo
siempre hay unos pocos individuos inquietos,
capaces de generar ellos solos tanto ruido como todo el bando al
completo. Gruñen al tiempo que levantan el cuello y sacuden la cabeza, los
picos, de un lado a otro, como banderas sacudidas por el viento.
Observo que los flamencos no están solos. Por la
laguna gritan, corren y vuelan otras especies, ciertamente no tan vistosas:
cientos, quizá miles de fochas, negras sobre el agua rosacea, gaviotas
reidoras, algunos ánades frisos, chorlitos, garzas reales, martín pescador,
achibebes, andarríos y vuelvepiedras. Y muchos patos azulones, de cabeza verde,
nadando y parpando casi entre las patas rosas, entre la vegetación de la
orilla.
Y aquí quedo, en esta esquinita, en este mundo
natural, donde no necesito forzar mucho la imaginación. Toda la belleza está
presente, adornada con barrones, cardos marinos, lirios de mar y esas barrillas
espinosas que se asientan sobre las dunas de fina arena y desde donde puedo
escuchar todos los matices melódicos sobre el paisaje sonoro que imponen los
hondos quejidos de los flamencos. Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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