Calor de encina
“Quise súbitamente
encontrarle los pechos a la vida y beberlos
a mordiscos desesperados…” (Félix Grande)
Muy de mañana, una mañana soleada y cárdena en esta
orilla de Mediterráneo, han venido, como cada año, los de la leña con su viejo
camión. En un santiamén han transportado en carretilla y apilado los dos mil
kilos de troncos de encina en el pasillo cubierto de Garnacha. Cuando se han
ido, un olor familiar a majada y a monte, procedente de los troncos apilados,
ha invadido el ambiente.
Los he acariciado con mi mano de ocioso antes de
encender la chimenea. Su rugosidad me ha trasladado a los montes de Grávalos,
donde dominan. Además del monte y el raso, las tierras de Grávalos se dividen
en monte y llanura, donde cohabitan almendrales y viñedos con pedregales,
guijarrales y pedrizas. En la sierra pacen las churras y en el monte, tras los
carrascales, tomillares, quejigales, romerales y zarzales las cabras -las
cabras siempre tiran al monte-. La sierra es azul; el monte, oscuro. Quiero
decir que el monte forma parte del alma del pueblo y de uno mismo.
De los carrascales, mejor encinares, de Grávalos,
lindando con los de Villarroya, estos más añosos, bajaban siempre los troncos
para encender la hoguera, donde saltar, en la víspera de las fiestas
septembrinas y en las albadas navideñas.
Mientras hago lumbre con los
troncos recién traídos, me traslado con la imaginación a aquellos montes de mi
infancia. Desde la Dehesa subo por la umbría hasta alcanzar el Cabezo donde no era
raro ver volar un bando de perdices. Culmino en Hoya Zapata para ir descendiendo
por esos cantarrales de La Pellejera, Entrecabezas y El Orillo, de nuevo hasta
la Dehesa y me adentro entre matas de carrasco joven, donde oigo, nebuloso, el
tac-tac de alguna hacha en la corta de la leña, rito obligado de final del
otoño antes de las primeras nevadas. Y es ahora cuando recuerdo que la vida
dependía entonces del bardal y la despensa, del horno, del huerto y del corral.
Hoy el pueblo todavía no está vacío, tampoco muerto, sí algo decaído, pero en los
montes del cercano pueblo de Villarroya la vida sigue creciendo por su cuenta y
celebrando, como en el mío, la fiesta de Santa Barbara. Vale.
Texto y
fotografías La Medusa Paca. Copyright ©.