Y septiembre acaba
Ambas Aguas: donde habitaron los sudores
Y septiembre acaba
“Yo te daría, amor, yo te daría
la viña y el almendro y el olivo,
la tapia que le sirve de recibo
a tanta madreselva y lozanía." (José Antonio Muñoz Rojas: Yo te daría, amor, yo te daría)
Hoy, cuando septiembre acaba y en
los primeros días de silencio, no hago otra cosa que pensar en aquellos días
gravaleños que aceleraban las tardes pardas y frías del invierno y aquella monotonía
de lluvia tras los cristales que evocaba Antonio Machado en su “Recuerdo
infantil”: “Una tarde parda y fría / de invierno. Los colegiales / estudian.
Monotonía / de lluvia tras los cristales.”
Para mí septiembre era la entrada de la temporada feliz en la que todo volvía a la normalidad. Ahora sé que aquello era el otoño, el tiempo de los estudios nobles y no puedo evitar que eso me atrajera más que los largos días de sol y frivolidad.
En septiembre estrenaba libros que forraba con plástico para no deteriorar las cubiertas. Aún conservo alguno. Soy de la generación que no tuvo libros gratis y bien que lo agradezco porque ese sentido de propiedad libresca arraigó siendo un niño y más de bachiller y profesor. Estaban mis libros y, solamente, mis libros. Creo que en esas mínimas cosas se inició un pequeño lector: teniendo tanto respeto a los libros como a los juguetes.
En otoño aprendí a pasear por las tierras baldías, montes de encina, cercanos a Grávalos, y aquellos barrancos donde, junto a los fresnos y choperas, cantaban los ruiseñores, carboneros y jilgueros y donde la calandria, pajarillo de tonos terrosos, se mimetizaba con su hábitat preferido, los cultivos de cereales y pastizales... Y como en los poemas de Virgilio, las zarzas protegían a los verdes lagartos y los pájaros, desde el concierto del bosque, se desgañitaban al amparo de las sedientas almendreras.
Y es aquí donde yo me estremecía junto a Muñoz Rojas
en “Las cosas del campo”: “andando estas realengas, cruzando estas lindes,
asomándome a estas herrizas. Me siento extrañamente eterno. Me hundo en el campo y gusto en mi espíritu tanta
amargura suelta, tanta dulzura recogida en estos anuales surcos y sementeras.
Año tras año, sol a sol, surco a
surco, se va el hombre atando a la tierra, enterrándose en ella. Andamos sobre
sus sudores, sobre sus ilusiones y sobre sus huesos. Por eso tiemblo algo cuando voy por estos campos,
por eso canto. Y tengo miedo de
no poder acabar una vez comenzado. Empiece por donde empiece, no acabaré. Se me quedará la canción a medio
camino, entre los labios. Pero la
tierra la seguirá cantando. La oirán las alondras, los alcaravanes. Algún matutero a deshora por la veredilla, algún
extraviado entre los olivos, algunos amantes que busquen la complicidad de la
noche y la dureza de la tierra
para darle lo suyo al amor. ¡Oh canción tan inútil y necesaria como esta enorme
y anual cosecha de florecillas ignoradas!”
Y es aquí donde yo, aunque no me entristecía, sí
entraba en un estado de nostalgia al contemplar los efectos del paso del tiempo
sobre el campo contemplando: “muchos pueblos abandonados cayéndose. El campo
se ha quedado más solo, las
yerbas ignoradas tienen nombre para los herbicidas implacables, abejas y
abejarucos se refugian donde pueden contra enemigos comunes, las herrizas son más que nunca
lugares donde la hermosura se acoge
y la libertad reina, los chaparros, ya encinas, esperan estremecidos a la
primavera. Golondrinas, vencejos y tórtolas siguen tornando y anidan en olivos apartados o techos de
cortijo en abandono.”
Y soñaba con ese ciruelo joven, el de “Fonpodrida”, ya
perdida la hoja, que de pronto se puso a dar flor
para parecer un candelabro de flores, y que hoy me ha detenido largo rato en este mi protocolo septembrino de un
otoño gravaleño haciéndome preguntas… ¿Cómo es posible tanta hermosura en tan poco lugar? Vale.
Grávalos: puerta al campo
Texto y fotografías La Medusa
Paca. Copyright ©
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