Santo Domingo de Silos, un día de agosto
Santo Domingo de Silos, un día de agosto
Un, dos, tres.
La secuoya y el ciprés.
Los dos en el monasterio,
ella fuera y dentro él.
La primera está en la puerta
y el segundo en el vergel.
La secuoya tiene celos
del enclaustrado ciprés,
de su porte tan garboso,
de su talle de doncel,
de que se mire en la fuente
y hable con un capitel,
de que, llegada la noche,
duerman las aves en él. (Joaquín Luis Ortega: La secuoya que quisiera ser ciprés)
Según mi costumbre es
hora de entornar la ventana del habitáculo de La Medusa para que éste se
ventile durante dos largos meses y para que Ella pueda seguir investigando
sobre los grandes y eternos temas del hombre que, seguro, seguirán siendo los mismos
a comienzos de septiembre. Y me temo que los temas temporales y
ocasionales, que tantas alegrías a la par de quebrantos le dan, no sean
muy distintos. A peores cosas está avezada, y a mucho peores lo estuvieron
nuestros mayores.
Ánimo, pues.
Ánimo, pues.
Antes de
cerrar la última página de esta temporada deseo marcarles un camino, y esta vez
va a ser de rumbo. Mi señora y este caminante lo hicimos el pasado agosto.
Salimos de Logroño como si fuéramos a realizar el Camino de Santiago, pero
después de pasar de largo por Navarrete, Santo Domingo de la Calzada y Belorado,
villas muy pateadas por los caminantes, nos detuvimos en Redecilla del Camino
para adentrarnos en su iglesia como deseando recibir, gustosos, un segundo
bautismo en una de las pilas bautismales del Camino de Santiago más elaborada; auténtica
joya románica, apoyada en ocho columnas como si fuera el tronco de un árbol y
su cuenco labrado con relieves arquitectónicos, como si se tratara de una
ciudad que bien podría ser la Jerusalén Celeste o la propia ciudad de Santiago
de Compostela.
Rebautizados, llegamos a la ermita de Villafranca de
Montes de Oca, pasamos de largo, no había tiempo que perder para poder llegar
hasta San Juan de Ortega y contemplar ese rayo divino que viene a colarse por una
de las ventanas del templo y pasearse durante ocho minutos a lo largo del
capitel de la Anunciación, un prodigio de iconografía que luce sus ocho minutos
de gloria cada seis meses. No pudo ser. No estábamos dentro de los parámetros
de los dos equinoccios del año en los que se muestra esta centella divina, esa
que cual delgado rayo de luz consigue penetrar por la pared occidental del
templo a través de una ventana ojival. Entonces, con la inclinación y el grosor
justo y medido, el foco divino comienza a iluminar el capitel. Primero, la
Virgen y San Gabriel. Después el rayo pasa sobre la escena en que María
mantiene sus manos sobre el vientre, sintiendo la vida en su interior. La luz
continúa su camino para iluminar el tercer acto: un arcángel toca la cabeza de San
José. Por detrás, cobra vida la escena del Nacimiento, a la que la luz pega de
refilón para sacarla de las tinieblas y producir el fin del milagro.
Después
de esta soñada contemplación abandonamos el Camino dirigiéndonos rumbo Sur, a tomar
los aires de las Mamblas y Cervera, camino hacia Covarrubias, adueñándonos de la
frescura del río Arlanza y Mataviejas intentando cantar con los lugareños
aquello de: “Cerezos de Covarrubias, que no dejáis de mirar, la corriente del
Arlanza, y la Historia del lugar.
Y, casi de
bruces, dimos con ese entorno de esencias celtíberas, romanas, visigodas,
medievales y barrocas. Allí estaba Covarrubias como cuando la visitamos en el
año 1985, con su herradura de Mecerreyes, con el insólito espectáculo del
conjunto de sus tejados rojos, limpios e incólumes de su caserío, con el
arco del Archivo del Adelantamiento de Castilla que nos condujo, de nuevo, a
penetrar en su recinto trasladándonos a la época medieval, en lo que respecta a
sus calles, plazuelas, pavimentos, columnas, artesonados y entramados de
fachadas.
Covarrubias
es uno de esos lugares que reconfortan el cuerpo, fundamentalmente, tomando una
pantagruélica olla podrida en Casa Galin que, tras una ardua digestión, nos
dejó útiles para salir caminando por el puente sobre el Piélago del Arlanza y
atravesar el Manto y Peñalba camino de Silos a escuchar el canto gregoriano de
los monjes benedictinos, dejar atrás muchos siglos de historia y creer que, aún
hoy, es posible un mundo mejor, el mundo de la abadía de Silos, con su famoso
claustro del siglo XII y su alto ciprés “enhiesto surtidor de sombra y sueño”…/
y los perales en flor,/ nuevos
los tilos;/el ciprés, paraíso del jilguero./Qué bien supiste, hermano
jardinero,/interpretar la primavera en Silos.
Y ya en Silos,
y aun siendo agosto, sus piedras nos recibieron con tiempo frío y desapacible.
Su abadía no tuvo pérdida para los viajeros, sobre la rigidez de sus muros
pétreos, se bamboleaban los dos mástiles forestales, situados a intramuros del
Monasterio; uno el Ciprés en el patio del claustro y el otro la Secuoya en la
corte del cenobio; los cuales simbolizan, el primero, la religiosidad, la
austeridad y el destino final y el segundo, la vida, la grandeza y la dimensión
del ser.
Y pasamos al
claustro, algo fuera de serie en el Arte Románico, por la entrada frente a la
alberca-manantial; sus 64 capiteles simbolizando la lucha por la vida y el
símbolo entre el bien y el mal e inspirados en la Mitología y Filosofía
oriental; ocho relieves encuadrados en las cuatro esquinas maestras ejemplo apologético
de los grandes misterios del Nuevo Testamento. Lo observamos, lo miramos,
remiramos y hasta llegamos a meditar junto al maderamen policromado de sus
techos y vigas, apostados en las esculturas y altares en suelo y paredes hasta
que fuimos conscientes de estar dentro de la hierática sala capitular, espacio
de recogimiento de los monjes y apto para el tiempo bochornoso de agosto. Y entre
arco y arco la silueta alzada del Ciprés, su sombra, como una alargada
manecilla de un gran reloj de Sol, que poco a poco, como cualquier ser
biológico, se irá desvaneciendo para acabar a la, hora en punto, final.
Y sin más
comenzó el oficio de la liturgia monástica de las Horas, concretamente de las
Completas: “Hermanos, llegados al fin de esta jornada que Dios nos ha
concedido, reconozcamos humildemente nuestras culpas”. Pocas palabras, pero una
profunda declaración de principios. “Precamur, sancte Domine, hac nocte nos
custodias; sit nobis in te requies, quietas horas tribue”, siguió el rezo pidiéndole
a Dios que vele por nosotros esa noche y que nos proporcione el sosiego
necesario para afrontar las penalidades de mañana.
Las voces de
los monjes y su resonancia mágica quedaron en penumbra, y nos fuimos y salimos
a extramuros del convento, para dirigirnos a la corte del cenobio y situarnos
bajo el árbol grande (Secuoya gigantea) y solo nos quedó despedirnos de este
rincón admirable, que al final nos hizo mirar al Cielo y exclamar:
¡Oh Ciprés! que enarbolas tanta fama,
al socaire del
claustro del convento,
¿No es acaso
el Secuoya, quien proclama
su forestal faz sobre el Firmamento.
Texto y fotografías La Medusa Paca.
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