También hay atardeceres
También hay atardeceres
“Los males del hombre vienen de no saber
quedarse en casa”. (Pascal)
Yo soy, para mí lo
digo, un cortejador de amaneceres y galanteador de atardeceres, aunque en mis
caminatas matutinas observo por lo que veo y constato que ver un amanecer está
sobrevalorado no sólo por mí, sino por el resto de compañeros andarines. Es por
ello que, junto a mis socios andadores, yo también detesto aquello que Pascal nos
dejó dicho: “los males del hombre vienen de no saber quedarse en casa” y, además,
yo añado que creo que vienen por quedarse dentro de casa, y concretamente de no
saber saltar a tiempo de la cama, sin pretensiones. Y salir de ella
para contemplar cómo amanece. Es que no me sirve aquello de “para lo que hay
que ver…” porque hay mucho por curiosear. Desde niño he tenido una sensación
convaleciente a esas horas, de una terrible confusión. Con esa molestia del
murciélago que, apenas ha descabezado un sueñecito al terminar la noche, me
gustaba despertar para abrir la habitación al aire picante y soñar con Gabriela
Mistral el valle entero, el pastal, la viña crespa, la gloria de los huertos y,
poetizando, transitar en busca de cañares.
Yo, cada mañana, entiendo
a toda esa gente que, antes del primer rayo de luz, ya reparte sonrisas y a
esas otras, gentes borrosas y menos entusiastas, que a esas horas desean
recibirlas. Sonrisas que se sienten como aquellas duchas heladas que recibíamos
al canto del gallo en los despertares de niños estudiantes de internado, intentando
alejar al demonio de la pereza, siempre anunciado con un soplo frío envolviendo
los pensamientos de todos aquellos para quienes los amaneceres tienen un
excesivo miedo a no despertar.
Para mí la palabra
“amanecer” no es un vocablo estremecedor ni tembloroso, tampoco gélido ni dador
de escalofríos, y sí espectacular trovador de sueños, arquetipo de realidades e
intuición de pasos frágiles, imaginativos y hasta convulsivos, sobre todo
cuando el amanecer se me muestra al mirar por una ventana fría. Recuerdo, en
una ventosa mañana, a las siete, haber visto en el horizonte a un pescador con
aspecto perfumado, alegre ante sus obligaciones tempraneras, que cortaba una
convencional rosa para decorar la barca de sus alegrías.
Me resulta agradable,
entretenido y hasta ameno la sensación de que cada vez que amanece se empieza a
iluminar un mundo larvario, con recuerdos del día anterior y sin
remordimientos. Tanta autentica inocencia me atrase y hasta agrada. Y hasta
suelo unirla con el atardecer en ese desesperado intento de las altas
reflexiones y arrepentimientos del mundo, cada vez más débiles, por agarrarse
aún al paisaje, sabiendo que es inútil.
Y es que también es
de mi preferencia el rayo de luz con requiebro, ese que llega del horizonte que
no se ve, cuando lo atardecido ya es todo; esa última claridad descriptiva de
trayectoria cóncava, sobrevenida de una parte del firmamento que ya queda fuera
del alcance de mi mirada rectilínea, cuando el sol se ha puesto; o esa centella
de la tarde cuando ya es noche, especie de último cálido apretón de mano de alguien
que ha fallecido, pero que, cuando dio la orden a su brazo, aún vivía. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©
Leave a Reply