La miel
La miel
“Yo abandono Roma.
Los campesinos
abandonan la tierra.
Las golondrinas
abandonan mi pueblo.
Los files abandonan las
iglesias.
Los molineros abandonan
las aceñas.
Los montañeses
abandonan los montes.
La gracia abandona a
los hombres.
Alguien lo abandona
todo”. (Tonino Guerra)
La lectura de la obra “Muerte de un apicultor (editorial Nórdica)” del novelista sueco
Lars Gustafsson me ha conducido a rescatar de mi nebulosa memoria la imagen de
mi abuelo materno Arcadio, ese agricultor, tendero, hornero, cazador de
escopeta, reclamo y hasta de lazo, y apicultor en sus ratos libres, inhiesto
sobre su abejera situada en ese barranco de su finca Ordoyo: aquel caserío
despoblado, hoy ni siquiera corraliza, cercano a Quel y que figura con ocho vecinos
en el Libro de visita de 1556 del licenciado Gil y que desapareció según la transmitida
tradición popular por una invasión de hormigas rojas y que posteriormente ha
sido testificada en la leyenda, recogida por Javier Asensio García, en su
Romances y Leyendas que: “Los apestados [de Ordoyo] se presentaron en Grávalos
y por miedo a ser contagiados no les dieron posada, tuvieron que marcharse y al
ver la negativa se marcharon a Quel y los recibieron y desde entonces la aldea
de Ordoyo pertenece a Quel”.
Mi abuelo Arcadio, mientras las horas pasaban como si
fueran nubes sobre su cabeza, atendía y cuidaba primorosamente de sus abejas
entendiendo que la vida era un hilo de oro que tejían con sus idas y venidas
del colmenar a los cercanos escasos almendros y de éstos a la lugareña vegetación
dominante como el carrasco, algo de rebollo, retamas del monte, matorrales y
monte bajo donde abundan mezcladas entre sí esas hierbas aromáticas como el
romero, las aulagas, el té o el tomillo, recolectando ese polen primaveral que iban
a convertir en miel en la fábrica invisible y oscura de los panales.
Me gustaría volver a ese lugar de la abejera situada
en la loma de esa fértil hoya regada por una yasa al pie de unos riscos
llamados Peñas de los Ahorcados, peñascos abruptos, lisos que para mí siempre
destacaron sobre un cielo límpido tirando hacia un suave añil y rodeados por
algún pino oloroso y de hierbajos como la aulaga, el romero, el espliego y
algún suelto eneldo. Sueño con una vuelta, atravesando, como tantas veces hice,
cultivos agrícolas, montes de utilidad pública, esos que comienzan en la muga
de Villarroya, llegar hasta la yasa, sentarme a la frescura de la fuente,
refrescar la cara con sus aguas, aunque no sé si hacerlo por si todavía anda
por ellas esa bruja o mujer de malos principios que allá por el siglo XVI trató
de envenenar sus escasas aguas con sapos, salamandras, añadiéndoles hierbas
venenosas y hongos que, aunque no los mataban, sí los enfermaban. Y contemplar,
si las abejas siguen allí o, como dicen, están desaparecidas, o ya se han ido,
lo que sería una gran tristeza y una enorme catástrofe, cómo polinizan la
vegetación con su actividad. No quiero
ni pensarlo y es por eso por lo que estos días me las imagino trabajar igual
que en aquellos mis años jóvenes aprovechando el calor y la floración del final
de la primavera.
Y después del recorrido y la reflexión sentarme al pie
de la pilastra de la iglesia-capilla del Rey de Ordoyo. Yo que he vivido y
pasado veranos a la sombra fresca del sauce del Charcal y ayudando en las
faenas agrícolas, recuerdo esa iglesia como una construcción de mampostería y
sillería de una sola nave de dos tramos y cabecera cuadrada. Cubierta toda ella
con bóvedas de crucería de la que, me cuentan, solo quedan los arranques. Recuerdo
que a los pies tenía coro alto que en mis tiempos servía de dormitorio, cocina
y hasta de despensa. Recuerdo que la cocina era grande y tenía una ancha losa sobre
la que se asentaban las trébedes y anafes. La recuerdo renegrida por las llamas
y, fundamentalmente, por el humo y la entrada, de medio punto con dovelas bien
trabajadas, se abría al muro este protegido por un pórtico. Recuerdo la existencia
de otro ingreso en lado sur de la cabecera, que sirvió de sereno y que pudo dar
a la sacristía. Se trata de un edificio de estilo gótico del siglo XVI y que yo
recuerde fue utilizado como establo y granero, lugar para guardar aperos, casa
de labranza y refugio de cazadores. Así la conocí, viví y lo describo.
Sé que su estado de ahora es de ruina total, no cumple
su función, ni de establo, ni de granero, ni de habitáculo. Sus bóvedas están hundidas,
sus adosados derrumbados y todos los elementos del interior perdidos. Dicen, yo
nunca lo supe, que estuvo dedicada a San Miguel.
Me detengo pensando en lo que han hecho, hacen, y
harán las abejas durante toda su existencia y me conduce a la conclusión que
las abejas sigan polinizando el planeta y tejiendo el hilo de oro de la vida,
esa miel dorada y pura a la que Tonino Guerra dedicó un libro de poesía en el
que se contienen versos tan categóricos como estos: “He quemado las páginas de
los tres días voy detrás de Pinela el campesino, / que va buscando la miel de
las abejas silvestres”.
Y aquí quedo como en la novela del
sueco o en los versos de Tonino pensando si el próximo invierno traerá un
pronóstico lejano al que tanto mi abuelo Arcadio como las abejas vivirán ajenos.
Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
Estoy muy interesado en las vivencias personales que reflejas en tu articulo "La miel",referente al lugar de Ordoyo. Dime si puedo contactar contigo sobre este tema. Saludos de suso.ordoyo@hotmail.es
ResponderEliminarYo estoy muy interesado en la ermita y en las abejas, soy el actual propietario de la finca. Mi contacto jm.ayensa@outlook.es
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