Cuando noviembre es del estío, la puerta de frío
Cuando noviembre es del estío, la puerta de frío
“¡Silencio!…¡Las
campanas
tocan
a muerto!
¿Si
habrá muerto la niña
de
ojos de cielo?
Sin
duda es ella,
que
no la he visto ha días
en
la Almudena,
que
no se oyen suspiros
en
su ventana,
que
están mustias las flores
que
ella regaba”.
Que
la Medusa escriba sobre noviembre y que lo esté haciendo en mangas de camisa
y
con las persianas bajadas, para librarme de unos rayos solares frontales e
inmisericordes, la verdad es que le resulta chocante. Es por ello por lo que me
he trasladado a la memoria del recuerdo para hurgar en ese trocito de poesía
que, entresacado de aquella Enciclopedia Álvarez me hicieron aprender para
recitar cuando apenas tenía, creo recordar, seis o siete años. Recuerdo que aquellos
infantiles versos me guiaran hacia mi primer contacto con el sentimiento de
vacío de la muerte. Recuerdo, también con esos años, andar o pasearme por entre
las tumbas del camposanto, rezando el rosario con monotonía y quizá hasta con
un poco de desgana, la escuela y la iglesia obligaban. Recuerdo que en esa
infantil edad llegué hasta pensar que la muerte no hacía distinción entre ricos
y pobres, lo que era de agradecer. Y esta reflexión me condujo, tiempos
después, hacia nobilísimos y rancios entronques. Era, sin yo saberlo, ahora sí,
el tópico medieval del poder igualatorio de la muerte, reflejado tanto en los
conocidos versos de nuestro universal Manrique: (“Nuestras vidas son los ríos/
que van a dar en la mar, / que es el morir. {…} allegados son
iguales/ los que viven por sus manos/ e los ricos. / {…} esos reyes poderosos/
{…} así los trata la muerte/ como a los pobres pastores/ de ganados.”).
Y
eso fue ayer, hoy es el "Jalogüín". Por mí, como si les ponen en la cabeza, bien
pintadita, eso sí, la calabaza china, o cualquier otra cucurbitácea que en mi
tierra riojana hasta las presentan a concursos agrícolas y suelen ser ganadoras
por pesar más de 200 kg.
Y
hoy en este noviembre veraniego también he de recordar al grajo, al que Ramón
Gómez de la Serna, en sus Greguerías llegó a definirlo como palabrota con alas.
También me vinieron a la memoria las grajas, grajillas, cuervos, cornejas,
urracas, arrendajos... córvidos, un grupo de aves tan conocidos como denostados,
y característicos y dominadores de este mes de noviembre por ser generalmente
negras como el carbón y portadoras, según la tradición de los tiempos y las
costumbres de los pueblos, de malos agüeros. Son “pajarracos” negros, capaces
de arrastrar sus quejidos por los bosques de esas mis queridas tierras de
pinares y encinares de mi amado norte y siempre, siempre revoloteando entre sus
copas. Sus llamadas resuenan en el silencio del bosque como resuena una tela
rasgada. Sus graznidos, maullidos secos, ásperos y secos, en algunos casos
también armónicos, son gritos constantes de muerte desgarrada, capaces de
resonar tras las telas negras, rasgadas y ajadas que cubren el catafalco
colocado en el centro del pasillo separado por esa bancada familiar de
cualquier iglesia de pueblo.
Y
hoy, como todas las tardes de noviembre, poco antes de caer el sol, varias
decenas de ellos se reúnen en los alrededores del huerto yermo y olvidado
situado detrás de la casa y es allí donde salpican, negros, ásperos y rotundos
“croares” el verdor del césped recién segado. Y es allí, en la quietud de la
tarde cuando cualquier graznido dibuja sonidos con un cierto tono evocador. Y
es con esto cuando la nostalgia desaparece al trasladarme al recuerdo de
aquella leyenda de Delibes, “La mesa de los muertos”, que me conduce a recordar
supersticiosamente que: “en la tierra, fuerte y arcillosa, se alzaba, como una
pirámide truncada, una especie de hito funerario de tierra apelmazada y que
según la tradición el que arara aquella tierra cogería cantos en lugar de mies y
moriría tan pronto empezara a granar el trigo”. Vale.
Fotos y texto de La
Medusa Paca. Copyright ©
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