El hurto de una ilusión
El hurto de una ilusión
Eran los días de enero, siempre en enero, entre los
días 2 y 8 y fundamentalmente en días nevados. Eran los días de mi niñez, en tardes
estrelladas y noches de muchas estrellas, cuando acompañaba a mi padre, ¡ay mi
padre!, a recibir el ganado, a apartarlo, echarles de comer, poner a las crías
junto a sus madres para que se amamantaran. Era sorprendente ver como mi padre
conocía cada cría, llamaba por su nombre a las madres, no se equivocaba, y
éstas acudían a su llamada. Me gustaba presenciar estas labores
camperas-ganaderas y disfrutaba. Me sentía con calor: el vaho bovino era la
mejor fuente de calor invernal en la corraliza, no teníamos otro y, además, me
gustaba el olor a establo y sentir esa especial sensación cuando los balidos de
los corderillos intuían la presencia de sus madres.
Creo recordar que alguna vez me dijeron que, dentro de
esa piara a la que tanto amaba, había algo así como seis cabezas, con sus
respectivos nombres, embrión de un incipiente rebaño, que me las regalaron al
nacer y que, por tanto, eran mías. Llegué a sentirlas como tales, así me lo
hicieron creer y, como tantas otras cosas, todo quedó en un engaño y en una
gran desilusión. Nunca pude formar esa manada deseada, ésta también me lo
hurtaron, ¡qué más da!, si al pensar en el corral sólo me queda el sereno, el
firmamento y esas noches de enero, noches de muchas, de infinitas estrellas,
destilando el hielo por cada una de sus puntas. Y es que mi ilusión quedó
congelada.
También recuerdo que, al salir a la intemperie del
corral, me gustaba contemplar la luna y la inmensidad de estrellas y allí,
rebozado en frío, escuchar los balidos, ver descender el frío desde lo alto de
bóveda celeste, que en su oscuridad, también brillaba, y tomar conciencia con ojos
absortos de niño sin dejar de mirar pasmado hacia lo alto de lo que, con su
egoísmo, no quisieron que fuera.
En esas noches de muchas estrellas destilando el frío,
al mismo tiempo que la escarcha descendía desde cada una de sus titilantes
puntas, haciendo llegar su gélida caricia a mi cara de niño que iba de la mano
de su padre a recibir el ganado que llegaba envuelto en atropellados balidos de
ovejas que venían y de corderos ansiosos que aguardaban a sus madres.
Sé que todo esto es la verdad, verdadera, de mi
infancia y que es en estos días cuando más me alcanza esa verdad. Me queda mi
niñez y esa no me la puede hurtar nadie, aunque lo hicieran con esas seis
cabezas de ganado ovino que, dicen, me regalaron cuando apuntaban mis primeros
días. Es cierto, me quedan mi inquebrantable niñez, mis creencias, mis ritos y mis
fes perdidas. Y es que aún no han logrado borrarme por completo de los ojos
aquello que yo escuché decir me pertenecía en las noches de infinitas estrellas
de mi infancia. Vale.
Texto y fotos La Medusa. Copyright ©
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