lunes, 1 de diciembre de 2025 in

VIEJA ESTAMPA DE UN TRUJAL

 




VIEJA ESTAMPA DE UN TRUJAL

 

¿Cómo olvidar las manos que colectan,
las manos campesinas,
las manos de la siembra y el arado
inevitablemente encallecidas
por las que nace esta abundancia, dime,
dime, Dios? (¿Cómo, a veces, las olvidas? (María Beneyto)


Dulces cantan los malvices tras la lluvia: tienen fe. O será que ya clarea. Los malvices insisten al otro lado del balcón, subidas en la morera divisando los olivos para alimentarse. Como si dijeran: esto es ahora y nunca más. Dan ganas de añadir: es para siempre. Pero no exageremos.

 Me habría gustado soñar este cuento acompañado y compartir esta belleza, este frío, estos paisajes y este paraje, pero algo le falta a la belleza cuando se disfruta a solas y en la lejanía. Nada será ya lo que fue, pero donde hubo un árbol, en este caso olivos, puede crecer otro.

 Hoy, y aquí está la historia, me viene a la memoria esa escena de hace años, muchos años, cuando por las Callejas empedradas y polvorientas que llevaban y, aún hoy día, conduce al Trujal y sentía ese viento y congelante cierzo, viento helador encajonado, guadaña afilada en todas las esquinas azotando esas Callejas que conducen a las entrañas o a las afueras del pueblo.

 Me hubiera gustado estar allí para contemplar la escena soñada, envuelta por las sombras de la tarde que ya habían segado casi toda la luz en las altas tapias de los huertos, vergeles de subsistencia, de esos agricultores curtidos, jóvenes, ancianos y aceituneros llegaban desde sus olivares junto a sus bestias y serones cargados con sacos que chorreaban el interior sacrificio de tinta de las zorzaleñas.

Me hubiera entusiasmado apreciar cómo el maestro trujalero daba la voz a los motores, arreaba poleas y mandaba en las piedras, coordinaba sonidos, ruidos de tormenta, en el umbrío trujal almazara y animaba con palmas a los hombres. Y contemplar entonces a las moradas nazarenas, aceitunas en grupo, caer al alfarje sin grito ni agonía. Y sentir los murmullos de ese viejo Trujal, que hoy me viene al recuerdo, con todo el frío de entonces, con todas las aceitunas de aquellos centenarios olivos para al final quedarme con la bendita y alabada, la sangre del aceite… Ay el aceite, ese aceite que muchas manos parteaban en ese viejo trujal de rulos de piedra en forma de cono truncado, capachos,  batidoras, prensa, cuarto o espacio del huesillo, las tinas de aceite y los infiernillos.

Me hubiera gustado escuchar los sonidos de los rulos machacando las aceitunas y contemplar como yacían hechas una pasta, revueltas con el agua, sus hollejos y sus trozos diminutos de huesos y alpechín.

Me hubiera gustado contemplar a toda esa pasta, chorreando de los capachos de la prensa, que de allí saldría buen aceite. Y degustar ese líquido negro cuando se prensaban los capachos y salían guardando en su esparto una delgadísima torta de orujo con sus compañeros de viaje y decantarse negruzco en los pilones de decantación. ¡Qué delicia hubiera sido experimentar a esos trozos de huesos, agua y alpechín hundiéndose poco a poco, sin quejarse, y comprobar, saboreándolo, cómo el aceite iba emergiendo, cada vez más aceite, cada vez más libre del roce de sus compañeros de viaje, hasta que aparecía por el chorro del último pilón como un milagro virgen, el oro verde o amarillo, pregonando su invencible honradez!

Este cuento se acabó y todo el viejo Trujal se me viene al recuerdo, todo el frío de entonces, todas las aceitunas. Y al final, me queda en el recuerdo, bendita y alabada, la sangre del aceite…Ya saben, los viajes al pasado son sanadores para el alma cuando se constata que el pasado realmente sucedió tal y como se recuerda. ¡Cuántas veces he pensado que los recuerdos tienen que ser inventados cuando viajamos por el presente hacia dónde sea! Vale.

 

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©.


lunes, 24 de noviembre de 2025 in

Desbullar castañas

 




Desbullar castañas

 

¡Encantamiento de oro! Cárcel pura,
en que el cuerpo, hecho alma, se enternece,
echado en el verdor de una colina!

En una decadencia de hermosura,
la vida se desnuda, y resplandece
la excelsitud de su verdad divina. (Juan Ramón Jiménez)

Ya se ha echado ese frio, ártico dicen, que me está invitando a desbullar castañas. Hay quien también a esa acción la llama “bullar”, que no es otra cosa que quitar la cáscara a las castañas asadas. No existe nombre para su olor, ni para su calor en las manos, haciendo saltar las castañas, de una a otra palma, hasta que, quemada, se va enfriando y, al fin, las pruebo y vuelve la infancia y los inviernos de antes. Es como si el frío hubiera volado de otra parte. Está lloviendo, sí, pero llueve una lluvia a ramalazos ventoleros, heladora, dura y consistente. Hace un momento, me pareció verla incluso volar, como una vaharada de gotas finísimas, congeladas sobre el telón de fondo de esas palmeras cercanas del parque que empiezan a convivir entre algunos pinos piñoneros, moreras, que nunca dan moras, pero si entoldamiento en las tardes sofocantes del estío, y castaños de indias, ya pigmentados de otoño, porque las hojas, para enrojecer, como las manos y la nariz, necesitan que haga frío y aquí estos días lo está haciendo.

Así que he encendido la estufa y me he cobijado junto a ella. Últimamente me parece que no estoy en casa si no la enciendo.

  


Hoy, además, le he puesto al lado un sillón de orejas tapizado con el lino que fuimos a buscar al Mirador, esa pedanía huertana de San Javier, lino de verdad, del de los campos florecidos en verano de azul, ese lino que se hiló girando en las ruecas, al amor de la lumbre.

Cuando apoyo la cabeza sobre esta tela tengo la misma impresión que si lo hiciera sobre un linar. Algo de verdad, sin mezclas, puro lino auténtico. No necesito más: un sillón y una estufa, unos libros, música, sonando vaporosa, y una tarde por pasar.

De ahí que entendiera a la perfección la película “Las ocho montañas” que viera hace algún tiempo. No voy a adelantar nada, pero sí diré que entendí que alguien, teniendo libros y leña y papel, pudiera quedarse a vivir en una cabaña durante el invierno. En realidad, tenía todo, igual que yo: mi señora de siempre, un cuaderno de notas, el café, libros, el frío, y…la estufa siempre encendida, aunque sea aquí en Garnacha en la orilla del Mar Menor. Vale.

 

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©.


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