VIEJA
ESTAMPA DE UN TRUJAL
¿Cómo olvidar las
manos que colectan,
las manos campesinas,
las manos de la siembra y el arado
inevitablemente encallecidas
por las que nace esta abundancia, dime,
dime, Dios? (¿Cómo, a veces, las olvidas? (María Beneyto)
Dulces
cantan los malvices tras la lluvia: tienen fe. O será que ya clarea. Los
malvices insisten al otro lado del balcón, subidas en la morera divisando los
olivos para alimentarse. Como si dijeran: esto es ahora y nunca más. Dan ganas
de añadir: es para siempre. Pero no exageremos.
Me
habría gustado soñar este cuento acompañado y compartir esta belleza, este
frío, estos paisajes y este paraje, pero algo le falta a la belleza cuando se
disfruta a solas y en la lejanía. Nada será ya lo que fue, pero donde hubo un
árbol, en este caso olivos, puede crecer otro.
Hoy,
y aquí está la historia, me viene a la memoria esa escena de hace años, muchos
años, cuando por las Callejas empedradas y polvorientas que llevaban y, aún hoy
día, conduce al Trujal y sentía ese viento y congelante cierzo, viento helador
encajonado, guadaña afilada en todas las esquinas azotando esas Callejas que
conducen a las entrañas o a las afueras del pueblo.
Me
hubiera gustado estar allí para contemplar la escena soñada, envuelta por las
sombras de la tarde que ya habían segado casi toda la luz en las altas tapias
de los huertos, vergeles de subsistencia, de esos agricultores curtidos,
jóvenes, ancianos y aceituneros llegaban desde sus olivares junto a sus bestias
y serones cargados con sacos que chorreaban el interior sacrificio de tinta de
las zorzaleñas.
Me
hubiera entusiasmado apreciar cómo el maestro trujalero daba la voz a los motores, arreaba
poleas y mandaba en las piedras, coordinaba sonidos, ruidos de tormenta, en el umbrío
trujal almazara y animaba con palmas a los hombres. Y contemplar entonces a las
moradas nazarenas, aceitunas en grupo, caer al alfarje sin grito ni agonía. Y
sentir los murmullos de ese viejo Trujal, que hoy me viene al recuerdo, con todo
el frío de entonces, con todas las aceitunas de aquellos centenarios olivos
para al final quedarme con la bendita y alabada, la sangre del aceite… Ay el
aceite, ese aceite que muchas manos parteaban en ese viejo trujal de rulos de
piedra en forma de cono truncado, capachos,
batidoras, prensa, cuarto o espacio del huesillo, las tinas de aceite y
los infiernillos.
Me
hubiera gustado escuchar los sonidos de los rulos machacando las aceitunas y
contemplar como yacían hechas una pasta, revueltas con el agua, sus hollejos y
sus trozos diminutos de huesos y alpechín.
Me
hubiera gustado contemplar a toda esa pasta, chorreando de los capachos de la
prensa, que de allí saldría buen aceite. Y degustar ese líquido negro cuando se
prensaban los capachos y salían guardando en su esparto una delgadísima torta
de orujo con sus compañeros de viaje y decantarse negruzco en los pilones de
decantación. ¡Qué delicia hubiera sido experimentar a esos trozos de huesos,
agua y alpechín hundiéndose poco a poco, sin quejarse, y comprobar, saboreándolo,
cómo el aceite iba emergiendo, cada vez más aceite, cada vez más libre del roce
de sus compañeros de viaje, hasta que aparecía por el chorro del último pilón
como un milagro virgen, el oro verde o amarillo, pregonando su invencible
honradez!
Este
cuento se acabó y todo el viejo Trujal se me viene al recuerdo, todo el frío de
entonces, todas las aceitunas. Y al final, me queda en el recuerdo, bendita y
alabada, la sangre del aceite…Ya saben, los viajes al pasado son sanadores para
el alma cuando se constata que el pasado realmente sucedió tal y como se
recuerda. ¡Cuántas veces he pensado que los recuerdos tienen que ser inventados
cuando viajamos por el presente hacia dónde sea! Vale.
Texto
y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©.