MI INFANCIA Y SUS PÁJAROS
“Ella esperó los días de verano,
Ella esperó más de siete años,
Todos los años pasaba un transeúnte.
Ella esperó los días de invierno,
Y su cabello estaba a la espera
De recordar la luz.” (Maurice Maeterlinck)
MI INFANCIA Y SUS PÁJAROS
En mi infancia muchos de los pájaros que volaban a mi alrededor tenían un plumaje negro (tordos, cuervos), en blanco y negro (alcaudones, golondrinas, cigüeñas, vencejos, aviones, urracas), o de colores parduzcos y terrosos (gorriones, ruiseñores, alondras, cogujadas, malvices). Esta sobriedad cromática armonizaba bien con el espíritu sombrío de la época o les servía para camuflarse y desafiar nuestra inconsciente crueldad (producto también de aquellos tiempos). Sobre dos de ellos pesaba una prohibición ancestral no escrita, un tabú religioso que los convertía en intocables. Las golondrinas le habían arrancado las espinas de la corona a Cristo; las cigüeñas anidaban muy alto, muchas veces en sagrado, y servían de volátil excusa para no explicarles a los niños la elemental biología de la reproducción.
Pero existían unos pajarillos alegres de canto y de plumaje. Su nombre más común es el de cardelina, pichentes, verderones, zorzales, tórtolas, pinzones, jilgueros, pardillos ... Nosotros, remarcando sin saberlo su feliz rebeldía contra aquel mundo en blanco y negro, los llamábamos colorines. “Chui, chui, ya han caído”, eran los tiempos de nuestra juventud, recordó mi amigo después de dar vuelta a sus cepillos o costillas con su respectiva aluda, hormiga con alas, revoloteando en el “chicholete” del cepillo, que nos servían para cazarlos de las más diversas maneras, con red o con esa liga casera, pegamento natural, que se untaba a lado del cebo, y se colocaba encima de los zarzales o ramajes resecos, debajo de la higuera, debajo de la parra, recién vendimiada, sobre cardos, lentiscos, haramagos y en los calvas de los encinares. Todo esto son recuerdos de mediados y finales del siglo XX y es mi experiencia con amigos de siempre y de tiempos pasados. Eran días de holganza, de diversión y, sobre todo, de disfrute gastronómico: era un alimento saludable, que aportaba alto valor nutritivo y se digería con suma facilidad. Vale.
PD. El público urbanita no sabría hoy ni procesar ni cocinar los animales cazados, ni cuenta en sus viviendas con el lugar y los medios para hacerlo. Siempre recordaré, ¡ay amigo!, va por ti, gran gastrónomo y cocinero, que cuando asaba unos zorzales introducidos en un pimiento morrón, los servía a la cuadrilla pronunciando inexorablemente aquella frase: “hoy vamos a deleitarnos con el sabroso sabor rojo de la huerta y el pajarillo asado más chico que pueda comerse”. Que aproveche. Días.
Texto y fotografía de La Medusa Paca. Copyright ©.