You Are At The Archives for febrero 2016

lunes, 22 de febrero de 2016 in

Nieve de febrero







Nieve de febrero

“Da la nieve como lana,
Y derrama la escarcha como ceniza.
Echa su hielo como pedazos;
Ante su frío, ¿quién resistirá?” (Salmo 147)

Ando por La Rioja y observo como, bajo el amplio y protector palio de la nieve, los hayedos y robledales de Sierra de Cebollera han echado ramas robustas de nieve.

Y se me ocurre decir que en los árboles altos hay cúpulas efímeras que caen al suelo sonando casi a nada.

Han verdeado de nieve.
Han florecido de nieve.
Son como campos frutales de nieve.
Nos ha traído una cosecha albar y ubérrima de nieve.

Noches y noches nevando y la temperatura descendiendo hasta…
Manoseo, acaricio y sobo esas cúpulas de nieve ramificas que son ahora hielo duro, que cuando la atmosfera temple poco a poco hará caer desde las copas pequeñas avalanchas, provocando insignificantes estrépitos. 

Es tiempo y el invierno ha entrado de golpe. Las aves, despistadas por los buenos días de atrás, ya habían empezado a cantar y marcar sus territorios de cría. Y ahora, pese al frío, siguen empeñadas en ello, como llevadas por la inercia. Aunque sus voces resuenen contra un fondo vacío y la partitura siga en blanco. 

Y el bosque, que está ahí, toma fuerzas y lanza esas notas acompasadas, carraspeos y silbidos de ese orfeón formado por carboneros garrapinos, herrerillos capuchinos. Siempre ruidosos, siempre en pandilla y siempre alborotando por las ramas junto a ese grupo de halcones, gavilanes y águilas.
Y mientras, arriba, contra el cielo plomizo, maúlla el ratonero y grazna eln cuervo. Y abajo, entre los troncos, unos invisibles y bulliciosos arrendajos rasgan con sus voces el silencio del bosque. Y hasta hay relinchos de pájaros carpinteros haciendo melodía, como si estuvieran a pleno sol, junto a esos zorzales nerviosos. 

Y es que el invierno aun llegando tarde no ha conseguido hacer callar a la comunidad del bosque. Y yo he querido escucharlo, “Como lana distribuye la nieve /, esparce la escarcha como ceniza”. Vale.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 15 de febrero de 2016 in

LA CASA-FONDA II






LA CASA FONDA II

“No me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo                            
primero no me quitan el sentido”. (Garcilaso: Égloga 1)

Lo primero que le apetece contar al agricultor antes de comenzar y como prolegómeno, es esa descripción de la Casa-Fonda como si fuese ese palacio que alguien pensó fue, cuando entendieron que las familias pudientes tenían una gran casa con salón y con muebles preferentemente nobles en el que sólo podían entrar las visitas y que siempre permanecía en penumbra y con la puerta cerrada. La entrada estaba prohibida sobre todo a los niños, que lo ponen todo perdido. Era como un Sancta-Sanctorum que los dueños de la casa preservaban con mimo para que los visitantes se llevaran una buena impresión.

El caso de la Casa-Fonda, no fue así. No perteneció jamás, en los tiempos que mi agricultor la habitó, anduvo y conoció, a familia pudiente, aunque los “amos” así lo creyeran, sino que fue un habitáculo más bien humilde que recordaba a esa fonda o casa de huéspedes del siglo XIX que fue. Toda ella estuvo compuesta de tres alturas. La planta superior, cobijada por una “falsa” sin destajar y sustentada por un enmarañado y revoltijo de maderas que servían para sustentar el pandeado tejado que fluía en tiempos de lluvia, dando pavor, no se viniese abajo, en tiempos de nieve, ya que estaba compuesto por cuatro vierteaguas a cada uno de los puntos cardinales, siendo los más extensos los de los lados norte y sur. La planta, antesala de la “falsa”, pasó de ser gallinero y conejar a cobijo de dos de los respectivos hijos del “amo”. Toda ella era un revoltijo de dependencias y una sucesión de cuartos que lo mismo servían para curar la matanza, salar jamones, airear chorizos, morcillas y salchichones que, para aposentar un depósito de agua como servidumbre para calmar la sed, de utilidad para la higiene de los habitantes del piso de abajo y hasta para asentar un generador de calefacción, que cuando llegó a funcionar, aplacaba el frío que, infiltrándose, pendoneaba por sus inmensos pasillos. A ella se accedía por un ramo de escaleras amplio y hasta bien cuidado, donde lucían, perfectamente fregados con lejía, los “atoques” adornando cada peldaño. 

Al piso de abajo que, originariamente, fue fonda y casa de huéspedes, se accedía directamente de la calle, también ascendiendo por unas escaleras provenientes de la bodega, cuadras y patio, tenía una distribución muy rocambolesca y hasta muy interesada, demasiado interesada, para las labores agrícolas y otros menesteres. Allí estaba el salón de baile de la antigua fonda, con paredes empapeladas y que a lo largo de su vida pasó de ser sala de conciertos y baile donde, generalmente, actuaba la orquestina local, a granero como si fuese un hermoso alhorín donde el agricultor, de niño, metía las manos en el oro fresco del trigo. Más tarde llegó a ser hasta leñera y garaje en el que se guardaron coches que perdían sus piezas por viejos. También recuerdo que, en un pasillo contiguo, había un molino de piensos y hasta en un cuarto aledaño se llegaba a guardar la poca conserva que en la casa se hacía. Y, diseccionada la primera estancia de esta planta, no me queda otro remedio que adentrarme en la esencia del piso propio y útil como casa de huéspedes.

Por allí pasaron médicos, veterinarios, guardiaciviles y curas, todos a desayunar, comer y cenar. Es cierto que los veterinarios, los curas y uno de los médicos también llegaron a pernoctar de continuo. Es fácil deducir de la descripción que, como se comprenderá, todo esto sirvió para tener unos ingresos que, con otros procedentes de la venta de porcinos, coadyuvasen a sufragar los estudios de algunos de nosotros y para ir tirando. Todo aquello, sacrificio y esfuerzo de la madre, fue un ejemplo de economía de subsistencia, sufragio de estudios universitarios, de milicia y otros de tipo administrativo al no querer o poder aspirar sus interesados a más altos objetivos. No había para más, de ahí de nuestra humildad y no el tan cacareado y orgulloso poderío. Eso lo dejo para aquellos que lo pregonaron, chulearon y hasta disfrutaron. 

Allí en esa Casa-Fonda solamente olía a cocido y un poco, también, a carestía y, fundamentalmente, a buena voluntad, bien hacer, limpieza y hasta a ese olor lacrimal que, en la mayoría de los casos, fue con sabor a sal muera. Esta estancia era la estancia de muchos metros de pasillo en T, una hermosa cocina, cinco habitaciones y un cuarto de baño iluminados por una ventana que se asomaba hasta un lúgubre y maloliente corral y un balcón por el que solía entrar la luz del mediodía. 

¿Y la cocina? No es la que hoy luce la que me impresionó, ya que la disfruté poco. La que recuerdo es esa cocina de huéspedes de toda vida rural: Era una cocina grande con fogón de campana, con una ancha placa de acero brillante en el suelo, una negruzca pared sobre la que pendían trébedes y anafes y luego sobre la pared del frente, esa que se llama trashoguera, una chapa de hierro colado adornada y renegrida por las llamas. Mirando a la trashoguera y a la izquierda había un banco corrido y a la derecha una silla en la que se sentaba el primero que la tomaba, ¡ay si ambos pudieran decir lo que escucharon! En el mismo plano le seguía una cocina de las llamadas económicas, con depósito calentador incluido, y más allá el fregadero, fregadero rústico y de granito, dos tinajas que habían sido compañeras de los propietarios en todos sus traslados habidos desde la primera casa que habitaron en el Cantón, la Plaza, Fuente y que ahora allí siguen, de adorno de la cocina de la Casa-Fonda. Recuerdo que las tinajas tenían su tapa de madera que servía para apoyar esa jarra de aluminio, parecida a un acetre, machacada en sus abolladuras por el tiempo y que servía para extraer el agua. 

¿Y el menaje? Por allí andaba algún cántaro suelto, unos picheles vidriados, de vasos de cristal y de bernegal. Una almofía suelta y la clásica palangana. Y la radio, la clásica radio que, aun teniendo interferencias, nos era útil para seguir a Matilde, Perico y Periquín y para que mi madre, ¡ay mi madre!, escuchase las radionovelas y hasta aquellos consejos de Elena Francis.

¿Y la despensa? Aunque la casa era pobre, pero digna, recuerdo que ésta tenía, allí colgados del techo y apoyados en unas varas, perniles y embutidos y hasta redondas bolas, cual vejigas de cerdo, rellenas de manteca y también, en tarros blancos mil arropes, mixturas y mermeladas que mi agricultor no desea enumerar ahora y que tiempo habrá en cercana o lejana ocasión. Vale.
 

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

lunes, 8 de febrero de 2016 in

LA CASA-FONDA





LA CASA-FONDA

“Fue el principio del fin, la iniciación del largo e interminable adiós en que, a partir de entonces, se convirtió mi vida. Como la luz del sol, cuando se abre una ventana después de muchos años, rasga la oscuridad y desentierra bajo el polvo objetos y pasiones ya olvidados, la soledad entró en mi corazón e iluminó con fuerza cada rincón y cada cavidad de mi memoria”. (Julio Llamazares)

Mi agricultor, como si fuese Andrés de Casa Sosas, personaje de la novela de Julio Llamazares “La lluvia amarilla” ha escrito esta mañana en su humilde blog lo que sigue: 

“Día octavo. – Hoy mi agricultor, con generosidad, buena conciencia y serenidad, no hace otra cosa que pensar que, más de setenta años después, ya no volverá a penetrar dentro de lo que fue la Casa-Fonda ni podrá recorrer ese su pasillo en T, su saloncito, su cocina y sus humildes estancias. ¡Qué importa! Nadie podrá impedir a mi agricultor recuperar, como en un chispazo luminoso, su primera infancia, y poder reencontrarse de algún modo con la memoria de sus padres. Ha indagado, ha preguntado y le han dicho que la casa, cerrada desde hace mucho tiempo, se abrió hace unos días, tiene nuevos dueños, también algún juguetón inquilino y hasta, con prisa, han cambiado las llaves a sus puertas. No preocuparse agricultor: el busto del ECCE-HOMO, tallado en madera de encina centenaria, aquel que presidía el inmenso pasillo en T, es de mi propiedad, también, de la de mis descendientes. Hace más de cuarenta años me dijeron no podía ser sacado de la Casa-Fonda, pero, ¡alegría! mi agricultor lo hizo en buena hora y, ahora, le protege. ¡¡¡Feliz lunes de Carnaval!!
 
Y ambas cosas, es decir, lo relatado en el humilde blog y el recuerdo de algunos párrafos del libro de Julio Llamazares, bien retenidos y asimilados en su memoria, le conducen hoy al inicio de dos relatos, hoy es el primero, más descriptivos sobre LA CASA-FONDA. 

Fue un día de febrero del año en curso y sabemos, por lo menos los que somos de allí, que en lo que fue Castilla La Vieja hay días de febrero, de enero y hasta de marzo en los que el cielo parece desplomarse sobre el terreno. Las nubes se tornan consistentes y plomizas asemejándose a gigantes a punto de desplomarse. Mi agricultor sabe que en los terrenos en torno a la Casa-Fonda la tierra está húmeda, los surcos frescos y sólo algún cuervo ofrece señales de vida en un paisaje que ahora está dormido. En el horizonte, la luz adquiere un color frío, casi metálico, mientras el viento helado entra por la Dehesa, marchándose hacia el Moncayo después de azotar los páramos. Y eso es o fue así, por lo menos en los tiempos que mi labrador recuerda. Y también tuvo que ser de la misma manera ese amanecer del pasado día de febrero al que mi agricultor se está refiriendo.

Fue en esos días cuando, desde jovenzuelo, le gustaba recorrer y reflexionar sobre el pueblo que un día podría convertirse en un pueblo abandonado de la mano de Dios, donde las mujeres contantemente se refugiaban en el fogón de la cocina o al calor de la económica y los labradores, había pocos y entrados en edad, echaban su partida en los bares, siempre al subastado, mus o tute. Y por la noche para poder meterse, ¿confortablemente?, en la cama, los más potentados colocaban caloríficos y los más menesterosos ladrillos calientes. Y esto era de agradecer cuando los domingos por la noche volvíamos del salón donde se proyectaban películas sin sonido, conmemoro las del “El Gordo y El Flaco”, y hasta sonoras. Recuerdo que, en aquellas sesiones, mientras comíamos cacahuetes, la función-sesión se paraba para cambiar los rollos, que venían en estuches metálicos dentro de un saco. Su padre que llevaba siempre una boina negra hasta que últimamente se modernizó y la cambió por un gorro-visera, tipo inglés, desprendía un aire imponente de autoridad y nunca asistió ni le llevó a aquellas sesiones. Tanto imponía su padre que todavía resuenan en sus oídos las voces que daba al reclamarle cuando le encantaba subir al altillo para escuchar el susurro del viento en esas tardes de invierno revoltoso de febrero en las que todo parecía inerte y suspendido en el tiempo. 

En una ocasión y entre sus andanzas, encontró una pequeña maleta, mezclada entre mesas, sillas y camas-litera de internado, de color azul, todo ello cubierto de polvo, como si estuviera a la espera de que los nuevos dueños volvieran a tomar posesión de sus dominios, todavía andará por los desvanes, llena de cartas de amor de su madre, dirigidas a su padre y en las que aprendió por el remite que su madre había adquirido un nuevo apellido, manuscrito con un perfecta y excelente grafía: Pérez de Jiménez, decía el remite, cosa que le extrañó y luego entendió. Tan enfrascado estaba en aquellas andanzas que en una de sus últimas visitas intentando encontrar un número del Dinámico creyó ver la figura de un hombre de mediana edad, alto y robusto, con cierto parecido a un bruto, atravesar la estancia y desaparecer en las sombras del altillo. Sólo fue un segundo. Es de justicia recordar que, en aquellas estancias, cocina, cuartos y altillos, después de celebrase la matanza del cerdo, siempre en enero, degollado a filo de cuchillo y después de chamuscado en un ritual de purificación, toda la familia permanecía reunida durante varios días, sin salir de casa, como en la película de Buñuel en la que los invitados a una cena se quedan atrapados para siempre en el salón. Todos éramos felices, aunque todo fuese un don precario. Mi labrador cierra los ojos y ve la luz de aquellos días de febrero iluminar unos tejados y paredes que hoy son escombros del tiempo.

Y como pasado mañana será miércoles de ceniza el labriego desea recordar que aquí, en la Casa-Fonda, también se marcaba el inicio de la Cuaresma, parecía como si ya el invierno estuviese fuera al iluminar los primeros rayos del sol, que provenían del patio, las cristaleras. Que mi agricultor recuerde siempre en la Casa-Fonda se celebraba ese día con una buena y sabrosa tortilla de chorizo. Todavía resuena en mis oídos aquel “Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris” que recitaba el cura mientras nos imponía la ceniza vistiendo una gran casulla morada en la iglesia de altas bóvedas de piedra que olía a incienso y a la cera de las velas. Vale.

PD. Dice mi labrador que esto tendrá continuación para describir otras estancias y quehaceres de esa Casa-Fonda.

Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©

Con la tecnología de Blogger.

Seguidores