LA CASA FONDA II
“No
me podrán quitar el dolorido
sentir, si ya del todo
primero no me quitan el sentido”. (Garcilaso: Égloga 1)
Lo primero que le apetece contar
al agricultor antes de comenzar y como prolegómeno, es esa descripción de la
Casa-Fonda como si fuese ese palacio que alguien pensó fue, cuando entendieron
que las familias pudientes tenían una gran casa con salón y con muebles
preferentemente nobles en el que sólo podían entrar las visitas y que siempre
permanecía en penumbra y con la puerta cerrada. La entrada estaba prohibida
sobre todo a los niños, que lo ponen todo perdido. Era como un Sancta-Sanctorum
que los dueños de la casa preservaban con mimo para que los visitantes se
llevaran una buena impresión.
El caso de la Casa-Fonda, no fue
así. No perteneció jamás, en los tiempos que mi agricultor la habitó, anduvo y
conoció, a familia pudiente, aunque los “amos” así lo creyeran, sino que fue un
habitáculo más bien humilde que recordaba a esa fonda o casa de huéspedes del
siglo XIX que fue. Toda ella estuvo compuesta de tres alturas. La planta
superior, cobijada por una “falsa” sin destajar y sustentada por un enmarañado
y revoltijo de maderas que servían para sustentar el pandeado tejado que fluía
en tiempos de lluvia, dando pavor, no se viniese abajo, en tiempos de nieve, ya
que estaba compuesto por cuatro vierteaguas a cada uno de los puntos
cardinales, siendo los más extensos los de los lados norte y sur. La planta,
antesala de la “falsa”, pasó de ser gallinero y conejar a cobijo de dos de los
respectivos hijos del “amo”. Toda ella era un revoltijo de dependencias y una
sucesión de cuartos que lo mismo servían para curar la matanza, salar jamones,
airear chorizos, morcillas y salchichones que, para aposentar un depósito de
agua como servidumbre para calmar la sed, de utilidad para la higiene de los
habitantes del piso de abajo y hasta para asentar un generador de calefacción,
que cuando llegó a funcionar, aplacaba el frío que, infiltrándose, pendoneaba
por sus inmensos pasillos. A ella se accedía por un ramo de escaleras amplio y
hasta bien cuidado, donde lucían, perfectamente fregados con lejía, los
“atoques” adornando cada peldaño.
Al piso de abajo que,
originariamente, fue fonda y casa de huéspedes, se accedía directamente de la
calle, también ascendiendo por unas escaleras provenientes de la bodega,
cuadras y patio, tenía una distribución muy rocambolesca y hasta muy
interesada, demasiado interesada, para las labores agrícolas y otros
menesteres. Allí estaba el salón de baile de la antigua fonda, con paredes
empapeladas y que a lo largo de su vida pasó de ser sala de conciertos y baile
donde, generalmente, actuaba la orquestina local, a granero como si fuese un
hermoso alhorín donde el agricultor, de niño, metía las manos en el oro fresco
del trigo. Más tarde llegó a ser hasta leñera y garaje en el que se guardaron
coches que perdían sus piezas por viejos. También recuerdo que, en un pasillo
contiguo, había un molino de piensos y hasta en un cuarto aledaño se llegaba a
guardar la poca conserva que en la casa se hacía. Y, diseccionada la primera
estancia de esta planta, no me queda otro remedio que adentrarme en la esencia
del piso propio y útil como casa de huéspedes.
Por allí pasaron médicos,
veterinarios, guardiaciviles y curas, todos a desayunar, comer y cenar. Es
cierto que los veterinarios, los curas y uno de los médicos también llegaron a
pernoctar de continuo. Es fácil deducir de la descripción que, como se
comprenderá, todo esto sirvió para tener unos ingresos que, con otros
procedentes de la venta de porcinos, coadyuvasen a sufragar los estudios de
algunos de nosotros y para ir tirando. Todo aquello, sacrificio y esfuerzo de
la madre, fue un ejemplo de economía de subsistencia, sufragio de estudios
universitarios, de milicia y otros de tipo administrativo al no querer o poder
aspirar sus interesados a más altos objetivos. No había para más, de ahí de
nuestra humildad y no el tan cacareado y orgulloso poderío. Eso lo dejo para
aquellos que lo pregonaron, chulearon y hasta disfrutaron.
Allí en esa Casa-Fonda solamente
olía a cocido y un poco, también, a carestía y, fundamentalmente, a buena
voluntad, bien hacer, limpieza y hasta a ese olor lacrimal que, en la mayoría
de los casos, fue con sabor a sal muera. Esta estancia era la estancia de
muchos metros de pasillo en T, una hermosa cocina, cinco habitaciones y un
cuarto de baño iluminados por una ventana que se asomaba hasta un lúgubre y maloliente
corral y un balcón por el que solía entrar la luz del mediodía.
¿Y la cocina? No es la que hoy
luce la que me impresionó, ya que la disfruté poco. La que recuerdo es esa
cocina de huéspedes de toda vida rural: Era una cocina grande con fogón de
campana, con una ancha placa de acero brillante en el suelo, una negruzca pared
sobre la que pendían trébedes y anafes y luego sobre la pared del frente, esa
que se llama trashoguera, una chapa de hierro colado adornada y renegrida por
las llamas. Mirando a la trashoguera y a la izquierda había un banco corrido y
a la derecha una silla en la que se sentaba el primero que la tomaba, ¡ay si
ambos pudieran decir lo que escucharon! En el mismo plano le seguía una cocina
de las llamadas económicas, con depósito calentador incluido, y más allá el
fregadero, fregadero rústico y de granito, dos tinajas que habían sido
compañeras de los propietarios en todos sus traslados habidos desde la primera
casa que habitaron en el Cantón, la Plaza, Fuente y que ahora allí siguen, de
adorno de la cocina de la Casa-Fonda. Recuerdo que las tinajas tenían su tapa
de madera que servía para apoyar esa jarra de aluminio, parecida a un acetre,
machacada en sus abolladuras por el tiempo y que servía para extraer el agua.
¿Y el menaje? Por allí andaba
algún cántaro suelto, unos picheles vidriados, de vasos de cristal y de
bernegal. Una almofía suelta y la clásica palangana. Y la radio, la clásica
radio que, aun teniendo interferencias, nos era útil para seguir a Matilde,
Perico y Periquín y para que mi madre, ¡ay mi madre!, escuchase las
radionovelas y hasta aquellos consejos de Elena Francis.
¿Y la despensa? Aunque la casa
era pobre, pero digna, recuerdo que ésta tenía, allí colgados del techo y
apoyados en unas varas, perniles y embutidos y hasta redondas bolas, cual
vejigas de cerdo, rellenas de manteca y también, en tarros blancos mil arropes,
mixturas y mermeladas que mi agricultor no desea enumerar ahora y que tiempo
habrá en cercana o lejana ocasión. Vale.
Texto y fotos La Medusa Paca. Copyright ©