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jueves, 28 de junio de 2012 in

Nos volvemos a ver en septiembre


Nos volvemos a ver en septiembre


Es tiempo de fiesta. De fiestas sin cuento. De viajes mil. De calores. De vacaciones. De veraneo. No es tiempo propicio al silencio, a la reflexión, al análisis. La modesta  página de La Medusa Paca, temerosa de que nadie la hojee ni la ojee se recoge hasta septiembre, para zambullirse y jugar entre posidonias junto a los escasos caballitos de mar, pocos quedan, en este su rincón con encanto de Garnacha. Aquí en el Mar Menor.


Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

viernes, 22 de junio de 2012 in

Paso del fuego: Noche de San Juan


Paso del fuego: Noche de San Juan


 Una rama por la hoguera
o por el paso del fuego.
Otra por la caballada
urgencia de vida y celo.
Y la tercera soy yo
como Móndida del pueblo.

Son las vestales sagradas
que al Astro Rey ofrecían
de San Juan en la alborada
lo mejor que poseían.

Enjaezadas las bridas
y los bicornios calados
se ronda por las murallas
en remedo del pasado.


Hoy, queríamos contemplarlo así: sin el murmullo de la marabunta, sin el sonido chisporroteante de los 2.000 kilogramos de troncos de roble que los horguneros preparan para que en la noche del 23 de Junio ardan durante tres horas y formen ese rojo  manto de candentes brasas de roble, formando una alfombra de fuego de siete metros,-por un metro de anchura y un grosor en torno a los veinte centímetros-, por donde los pasadores cruzarán con paso firme y llegar al otro extremo en cinco u ocho zancadas y tocar la gloria. Queríamos contemplarlo sin móndidas, sin sonidos de trompeta, sin los ritos ancestrales, sin la catarsis buscada de una fiesta bulliciosa con música, baile y participación. Deseábamos contemplarlas solitarios y en silencio y lo hemos conseguido.

Deseábamos estar solos para imaginar cómo comenzaban a llenarse con más de tres mil personas las gradas del anfiteatro de la ermita de la Virgen de la Peña y presenciar el tradicional paso del fuego, rito mágico del Solsticio de verano, de la noche más corta del año, de un culto recordatorio significativo de Juan el Bautista, de un calendario festivo, de un fuego que purifica, de agua que cura y renueva, de hierbas salutíferas, pronósticos y adivinaciones. Noche para soñar, desear... y dormir sólo cuando apunte el alba.


Allí, sentados frente a la puerta de la ermita, nos ha iluminado el librito “La estación de amor. Fiestas populares de mayo a San Juan”, Julio Caro Baroja (1914-1995), para decirnos que esta  celebración está datada en los orígenes perdidos en la nebulosa de los tiempos y adaptada, a su manera, por los sampedranos para reproducir punto por punto lo que hacían los Hirpi Sorani hace dos mil y pico años. ¿Y qué hacían esos habitadores del monte Soracte, en la Etruria, al lado del santuario de la diosa Feronia? Andar con los pies desnudos sobre las brasas. Sin quemarse, naturalmente.

Allí, sentados frente a poniente, nuestros ojos quedaron fijos tratando de inspeccionar la mancha dejada por la prodigiosa alfombra de brasas luminarias y cuya ceniza barrieron los aires heladores de estas tierras altas. Allí, impresionados, hemos recordado la preparación sabia y cuidadosa  de esa alfombra braseada, pensando que son más de 2.000 años los que contemplan su hazaña. Hemos querido entender por qué lo importante es pisar con decisión, por qué algunos cargan sobre sus espaldas a otra persona, con cuyo peso añadido logra, he ahí el secreto, constituir que el pie al posarse elimine el oxígeno de las brasas, no haya combustión y no abrase. Allí sentados hemos soñado pasar la hoguera. Soñado así parece fácil. Pero, mejor respeten los viajeros las milenarias tradiciones y no se metan en camisa de once varas y salir mal malparados. El intento fue un intento soñado y, además, el sueño nos indicó que era prácticamente imposible dejar pasar a alguien ajeno a la vecindad por aquello de “sampedrano es sampedrano”. Allí sentados recordamos que el año que asistimos a la fiesta, falla la memoria de La Medusa pero bien pudo ser  en la primera mitad de los setenta, sólo hay un recuerdo: nos impresionó ver, lo llamaban así, como Alejandro “Chichorrillas”, con demasiados años a sus espaldas, portaba sobre ellas a una de las móndidas.
La tradición comenzó en la medianoche con la llegada de la tres móndidas. Nos pareció todo de un ritual subido, un ritual iniciático para lograr la inmortalidad a través de la hoguera purificadora y una celebración ancestral. Ellas, tres jóvenes sampedranas elegidas por sorteo entre las mozas casaderas, vestidas de blanco y con un extraño cesto en la cabeza con flores de pan y largas varitas de harina y azafrán (arbujuelo),  presidieron el fuego rememorando, según algunos estudiosos, la abolición del tributo de las cien doncellas tras la derrota musulmana durante el reinado del rey astur Mauregato, y para otros la encarnación de las antiguas sacerdotisas celtíberas.


Allí sentados, eran las nueve de la noche, vimos encender la hoguera, compactar la alfombra y apalear la leña quemada durante dos horas con una vara verde de chopo con el fin de que las ascuas quedasen diminutas, alisar los carbones y, finalmente, previo examen del terreno,  comprobar la no existencia de piedras u objetos metálicos que pudiesen  provocar algún accidente a los pasadores.
Un toque seco de trompeta anunció que la mágica celebración comenzaba. Las gradas ya estaban abarrotadas y,  después de que los pasadores bailaran en torno al fuego, a modo de conjuro, para desafiar y no a una hoguera cualquiera, comenzó el rito. Pasaron la hoguera, cuatro segundos bastaron, se pagó el tributo, las promesas fueron cumplidas y no hubo más. 

Al volver, ya en el día de San Juan, las cuartetas todavía resonaban y resuenan en nuestros oídos.

Del año sesenta y uno
móndida soy sampedrana.
Todos conocéis mi nombre,
vuestro pueblo es mi Patria,
mi virgen la de la Peña,
mi raza, vuestra raza.

Pero no, no soy Manoli
en esta blanca mañana.
Hoy soy más, mucho más.
Soy móndida, estoy ufana.
Soy canción y poesía,
me siento historia y hazaña.


Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

miércoles, 20 de junio de 2012 in

El verano de mi pueblo



 
Acabo de encontrar traspapelado, arropando la fotografía de la era, este poema de Manuel Machado  y, partiendo de él, deseo que La Medusa Paca hoy inicie esta añoranza que le embarga: “El verano de mi pueblo”- Grávalos-. Se trata de evocar aspectos de un verano cualquiera, siempre disfrutado en vacaciones y con cierzo en el alma.

Frutales
cargados.
Dorados
trigales…

Cristales
ahumados.
Quemados
jarales…

Umbría
sequía,
solano…

Paleta
completa:
verano.

El verano de mi pueblo
  

Pasó el reinado de la aulaga,  aquella que, con la llegada de la primavera, se hizo dueña y señora del paisaje rural y por tanto de mi pueblo. Pasó su característico color amarillo verdoso invadiendo las cunetas, las medianas de las carreteras, cuando éstas no estaban asfaltadas, las lindes entre cultivos y todos esos territorios de frontera entre lo rural y urbanita. 

El sembrado ya es rastrojo. Comienzan a perderse las codornices. El zureo de las tórtolas es menos fresco. Las zarzamoras, a la otra orilla del barranco, camino del Estrechuelo, deslían sus florecillas malvas en el ribazo y el espliego, allá por Hongañón, pierde a diario el morado de su cabeza. El viento es seco y duro y, si es bochorno, abrasa. Los caminos son polvorientos. Ni a la luz primera o a la brisa última del atardecer se harán transitables. Polvo y dureza en el campo. Reina lo duro. La paja reseca. El verde se defiende mal. Al centro del día el campo se queda mudo. Tal vez la chicharra. Que no se sienta un arroyo que el campo entero se volcará de sed. Tanta tiene. Hay que dejar que el sol se desfogue y buscar la sombra, el sosiego, la penumbra en las bodegas frescas y las entradas silenciosas y frescas cubiertas en su entrada con cortinas de lona. Hasta la luz de la luna parece fría como el agua que mana mortecina de la fuente “del agua dura”. Pero la era sigue su rueda al trote cansino de los machos. Crujen los trillos, salta la gavilla, dormitan los gañanes. Al atardecer y al primer aviso del cierzo levantado, ya están aventando. El labrador, el aviento y el viento hacen cada uno lo suyo y el grano cae. Luego henchirá los graneros, se repartirá, tornará a caer en el surco, será miaja, caña juncal, hoja ancha. Será espiga y pasto de era.


El calor es tremendo. Llega a todas partes y es huésped de las profundidades de las casas. No perdona lugar ni ocasión. Tiene las horas empapadas. Azota el campo y tumba las gavillas, dándole una doliente belleza al sembrado erguido, señalando su huella con un poco más de sequedad , venciendo un poco más la madurez. Se humillan las espigas y piden la hoz para el descanso sobre la tierra que ya no les puede dar nada. Vienen los acarreadores y van cargando las gavillas en el carro.

De madrugada, que es la hora del acarreo, cuando pastan los ganados. Se siente el mordisqueo de los mulos y los cencerros perdidos saliendo de la dula. Se anuncia el día, quebrando el cielo un filillo lívido. El calor sigue posado, inmenso sobre la tierra. Cuando amanezca, correrá un airecillo sin espigas que acariciar. 

Mañana el granero se hinchará otro poco y la tierra se ofrecerá desnuda al sol para que la purifique. Y me retiraré a tomar el agua, esa que mal huele pero que sana, al balneario recién estrenado y a sosegarme a la sombra de la acacia centenaria que, también un día, era verano y al mediodía, fue hendida por un rayo.

Acérquense a disfrutar. Grávalos comienza a ser una alberca que engancha, atrae, deslumbra, y maravilla. Este querido pueblo dejó de ser pozo hondo y oscuro, donde nada llegaba. Ahora la alegría ya apunta.

Texto y fotografías de La Medusa Paca. Copyright ©

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